«Por fin ha llegado: ¡nos casamos! Una vez decidido ¡hay tantas cosas que preparar! Vestido (¿qué novia no quiere estar guapa el día de su boda?), celebración, fiesta… un montón de detalles para celebrar la decisión más trascendental de nuestras vidas. Claro que, como sabemos, lo importante es el amor. Pero queremos compartir este momento con las personas más importantes para nosotros: padres, hermanos, familia, amigos… ¡que no se nos olvide nadie!».
Si estáis viviendo esto, ¡enhorabuena!; si tenéis claro que lo importantes es el amor, ¡enhorabuena! Efectivamente, todo lo demás tiene sentido si de verdad celebráis algo real: que, de verdad, os queréis; que el amor que os tenéis, crece; que os elegís mutuamente para ser felices y haceros felices; y que en adelante queréis repetir cada día de vuestra vida ¡sí, quiero! para volver a elegiros, en los días buenos y en los malos.
Si os casáis «por la Iglesia» es porque habéis querido invitar a Dios a vuestra boda: para que Él, que hizo nacer en vosotros este amor, lo lleve a plenitud.
En medio del jaleo de los preparativos podéis daros cuenta, de repente, de que se os está pasando por alto invitar a alguien que no queréis por nada del mundo que falte. O, tal vez, Le habéis invitado pero ¿le trataréis como merece o es una invitación sólo de nombre, para quedar bien cuando en realidad no os importa si viene o no? Como en el cuadro que acompaña este texto, en el que Jesús y su Madre están invitados a una boda, pero ¡nadie! les hace caso.
Y, sin embargo, el amor que os tenéis y que queréis teneros siempre sólo es posible si Cristo viene en vuestra ayuda.
No os olvidéis del invitado más importante: Aquél que garantiza que vuestro matrimonio es posible. Y así, todo lo demás tendrá sentido.
María Álvarez de las Asturias