Por la dureza de vuestro corazón - Alfa y Omega

«No es bueno que el hombre esté solo»: el varón y la mujer fueron creados el uno para el otro. «Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne» en una unión definitiva de sus dos vidas, como enseña el mismo Jesús recordando cuál fue «en el principio» el plan del Creador.

Esta es la afirmación principal de la Iglesia: el matrimonio es una bendición para los esposos que, al convertirse en una sola carne, no pueden romper esa unión que nace del consentimiento libre de ambos y la consumación del matrimonio. La indisolubilidad —el matrimonio es para siempre— es un don, una bendición establecida por el Creador que la Iglesia no puede romper. Por lo que, entre bautizados, «el matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano ni por ninguna causa fuera de la muerte».

En consecuencia, el divorcio —sobre el que se pronuncia expresamente el Señor— contradice la intención del Creador que quiso un matrimonio indisoluble y «es una ofensa grave a la ley natural. Pretende romper el contrato, aceptado libremente por los esposos, de vivir juntos hasta la muerte. El divorcio atenta contra la alianza de salvación de la cual el matrimonio sacramental es un signo».

Ahora bien, la distorsión introducida por el pecado original en las relaciones entre hombre y mujer produce tensiones y dificultades en los matrimonios, llegando a plantearse en ocasiones el cese de la convivencia de los esposos. La Iglesia afirma que «la separación de los esposos con permanencia del vínculo matrimonial puede ser legítima en ciertos casos previstos por el derecho canónico», que cita expresamente la infidelidad de uno de los cónyuges y otras situaciones en las que «si uno de los cónyuges pone en grave peligro espiritual o corporal al otro o a la prole, o de otro modo hace demasiado dura la vida en común, proporciona al otro un motivo legítimo para separarse».

En la convivencia pueden darse en ocasiones situaciones de extrema gravedad en las que no se respeta la dignidad de las personas. Por ejemplo, violencia física o moral, abusos no solo sexuales o adicciones que provocan comportamientos incompatibles con el respeto debido al cónyuge y a los hijos o que ponen en serio peligro los bienes económicos necesarios para el sustento familiar. En estas situaciones, la Iglesia afirma que el matrimonio, si es válido, sigue siendo indisoluble, pero si uno de los cónyuges se está comportando de manera que pone en peligro la integridad física o moral del otro o de los hijos, puede ser necesario separarse. Y esta separación no supone una acción moralmente reprochable, ni «es pecado» ni rompe el matrimonio.

Pero no vivimos al margen de la sociedad y, en nuestro país, las leyes admiten el divorcio. Lo más importante es tener claro que el divorcio no puede romper el matrimonio canónico, de manera que los católicos casados canónicamente siguen casados, aunque se hayan divorciado.

Una aclaración importante la encontramos en el número 2.386 del Catecismo, que cita Familiaris consortio 84 sobre el cónyuge que no pide el divorcio pero se encuentra divorciado porque lo ha solicitado la otra parte y las leyes lo conceden. Ese cónyuge que se encuentra divorciado sin haberlo querido «no contradice el precepto moral». Por tanto, ni está en pecado, ni excomulgado, ni privado de recibir los sacramentos por el hecho de «ser un divorciado». Por decirlo en dos líneas: si la convivencia resulta imposible, en casos de extraordinaria dificultad, un católico podría acudir a una separación en la que los esposos dejan de estar obligados a vivir juntos, pero no se rompe el matrimonio. Si uno de los dos acude al divorcio, aunque el otro no quiera, este último no es responsable de ese divorcio (que no rompe su matrimonio válido) y, por tanto, no tiene como consecuencia privarle de recibir los sacramentos.

Es distinto el cónyuge que, sin esforzarse sinceramente en ser fiel a su matrimonio, acude al divorcio para romper un matrimonio válido. En este caso tendrá que valorarse su responsabilidad, que variará si se ha esforzado sinceramente por resolver las dificultades en su matrimonio o no. Y sí, ante dificultades que le resultan invivibles podría acudir a una separación, pero no al divorcio; por lo que acudir al divorcio es moralmente reprochable si con una separación se pueden obtener los mismos efectos. Pero no siempre las cosas son tan fáciles: en muchas rupturas, los cónyuges llegan con una relación tan tensa que no son capaces de acordar una separación y por la agresividad de la ruptura no se logran los efectos que podrían obtenerse con una separación. En esos casos, extremos, entiendo que es de aplicación que «si el divorcio civil representa la única manera posible de asegurar ciertos derechos legítimos, el cuidado de los hijos o la defensa del patrimonio, puede ser tolerado sin constituir una falta moral». En estos casos excepcionales, el católico que pide el divorcio no comete una falta moral: en esas situaciones de extrema gravedad que pueden darse en la convivencia y que no se pueden tolerar, si la única forma de defender los derechos personales o patrimoniales es acudir al divorcio, puede hacerse sin que esto sea moralmente reprochable ni «pecado». Porque se acude al divorcio sabiendo que ese divorcio no rompe el matrimonio —por tanto, no puedes volver a casarte, porque sigues casado— y solo se hace como herramienta para salvaguardar esos derechos, que (en esas circunstancias concretas) no pueden salvaguardarse acudiendo a una separación.

Como vemos, decir de un católico que «está divorciado» es absolutamente insuficiente para conocer las consecuencias morales de su situación. En este artículo nos hemos referido a católicos divorciados que no tienen una nueva unión. Sin embargo, con frecuencia, en ambientes de Iglesia etiquetamos como «situación irregular que priva de recibir los sacramentos» a cualquier persona divorciada, añadiendo en muchos casos un sufrimiento más al que carga como consecuencia de la ruptura de su matrimonio. Porque, como escuché una vez al arzobispo de Burgos, Mario Iceta, somos muy rápidos en el juicio y lentos en la misericordia.

No todos los católicos divorciados tienen la responsabilidad moral de ese divorcio ni están en una situación de vida que les impida recibir los sacramentos. Distinguir cada caso es fundamental y, siempre, recordar que necesitan personas cercanas que les ayuden —con cariño— a ver la realidad de su situación.