Las aportaciones de Juan Pablo II a la Filosofía - Alfa y Omega

Las aportaciones de Juan Pablo II a la Filosofía

No es extraño que se haya denominado a Juan Pablo II, sobre todo después de su muerte, el Grande. Se le puede aplicar este adjetivo no sólo por su increíble actividad, sino también por su pensamiento. En 1994, la revista Time, de Nueva York, le eligió como hombre del año. Lo justificaba explicando, entre otras cosas, que «sus ideas son completamente diversas de las de la mayor parte de los mortales. Son más grandes». Entre estas ideas deben ser incluidas, sin duda, las filosóficas. Ofrecemos a continuación un fragmento del texto que aparece publicado en el último número de la revista Arbil

Eudaldo Forment

Son indiscutibles la originalidad y las aportaciones a la filosofía de Juan Pablo II, antes y después de ser Papa. Quisiera hacer notar en este escrito, y como testimonio de mi gratitud, al Sumo Pontífice difunto, dos de ellas importantísimas. Se encuentran en su encíclica Fides et ratio y son independientes de toda hermenéutica de su pensamiento. A pesar de ello, no han sido todavía advertidas en la literatura filosófica.

En esta encíclica, Juan Pablo II defiende el valor de la filosofía. Parte, para ello, de la situación de la filosofía en la vida humana. Filosofar sería una actividad natural del hombre. Juan Pablo II cita la afirmación de Aristóteles: «Todos los hombres desean por naturaleza saber», y define incluso al hombre como «aquel que busca la verdad».

Podría decirse que todo hombre, en cierto sentido, es filósofo. Posee una concepción propia de la realidad, que de algún modo da respuesta a los grandes interrogantes de la existencia, y desde esta interpretación orienta su vida personal.

La filosofía, como saber científico, simplemente continúa estos conocimientos naturales filosóficos del hombre corriente, llevándolos a una mayor perfección terminológica, conceptual y sistemática. La razón del hombre, que pertenece a su naturaleza, le empuja al saber filosófico. El carácter natural de la filosofía explica el hecho, señalado igualmente en la encíclica, de que todo pensar filosófico tenga un mismo punto de partida extrínseco. «Es posible reconocer, a pesar del cambio de los tiempos y de los progresos del saber, un núcleo de conocimientos filosóficos cuya presencia es constante en la historia del pensamiento».

Puede concluirse, finalmente, que «estos y otros temas indican que, prescindiendo de las corrientes de pensamiento, existe un conjunto de conocimientos en los cuales es posible reconocer una especie de patrimonio espiritual de la Humanidad».

Debe reconocerse que, en nuestra época, algunos de estos contenidos nucleares están desfigurados o rehusados. De manera que, en «este período de rápidos y complejos cambios, expone especialmente a las nuevas generaciones, a las cuales pertenece y de las cuales depende el futuro, a la sensación de que se ven privadas de auténticos puntos de referencia. La exigencia de una base sobre la cual construir la existencia personal y social se siente de modo notable, sobre todo, cuando se está obligado a constatar el carácter parcial de propuestas que elevan lo efímero al rango de valor, creando ilusiones sobre la posibilidad de alcanzar el verdadero sentido de la existencia. Sucede de ese modo que muchos llevan una vida casi hasta el límite de la ruina, sin saber bien lo que les espera».

Confiesa Juan Pablo II que, precisamente «por eso, he sentido no sólo la exigencia, sino incluso el deber de intervenir en este tema, para que la Humanidad, en el umbral del tercer milenio de la era cristiana, tome conciencia cada vez más clara de los grandes recursos que le han sido dados y se comprometa con renovado ardor en llevar a cabo el plan de salvación en el cual está inmersa su historia».

La Iglesia hace de buen samaritano, como en otros ámbitos, con la filosofía. Deseaba el Papa, con esta encíclica, «devolver al hombre contemporáneo la auténtica confianza en sus capacidades cognoscitivas, y ofrecer a la filosofía un estímulo para que pueda recuperar y desarrollar su plena dignidad».

En esta encíclica, se defiende la metafísica. La razón, y más concretamente la filosofía, no deben renunciar a la metafísica. Existe una realidad metafísica, que está más allá, y es alcanzable de algún modo por el conocimiento humano. «Dondequiera que el hombre descubra una referencia a lo absoluto y a lo trascendente, se le abre un resquicio de la dimensión metafísica de la realidad: en la verdad, en la belleza, en los valores morales, en las demás personas, en el ser mismo y en Dios».

La necesidad de que la filosofía se apoye en la metafísica se advierte, por una parte, desde la teología: «Un pensamiento filosófico que rechazase cualquier apertura metafísica sería radicalmente inadecuado para desempeñar un papel de mediación en la comprensión de la Revelación. La palabra de Dios se refiere continuamente a lo que supera la experiencia e incluso el pensamiento del hombre; pero este misterio no podría ser revelado, ni la teología podría hacerlo inteligible de modo alguno, si el conocimiento humano estuviera rigurosamente limitado al mundo de la experiencia sensible. Por lo cual, la metafísica es una mediación privilegiada en la búsqueda teológica». Por consiguiente, «una teología sin un horizonte metafísico no conseguiría ir más allá del análisis de la experiencia religiosa, y no permitiría al intellectus fidei expresar con coherencia el valor universal y trascendente de la verdad revelada».