30 de septiembre: san Jerónimo
La página del santoral se abre el 30 de septiembre con la monumental figura de san Jerónimo, doctor de la Iglesia, un auténtico campeón del ascetismo que al final de sus días experimentó una segunda conversión
Es difícil encontrar en toda la iconografía cristiana una imagen de san Jerónimo en la que no aparezca la radicalidad con la que vivió toda su vida: con gesto serio y adusto, mortificado por la penitencia y el estudio, viviendo en el desierto, famélico por los ayunos, golpeándose el pecho con una piedra, y con una calavera siempre a la vista. Con estos elementos, si los santos son modelo para los demás cristianos, san Jerónimo lo pone realmente difícil. El Papa Francisco ha publicado en el 1.600 aniversario de su muerte la carta apostólica Scripturae Sacrae Affectus.
Nació hacia el año 347 en Estridón, una ciudad ya desparecida de la actual Croacia, en una familia acomodada, lo que le permite realizar en Roma estudios de Retórica y Gramática. En la Ciudad Eterna se consolidan en Jerónimo tres fuerzas que tiran de él en distintas direcciones: la fe en Cristo –es bautizado aquí por el Papa Liberio–, la atracción por las fiestas y los placeres de la carne, y la pasión por autores clásicos.
Se decide por la fe que ha abrazado, pero la voluntad le juega malas pasadas. Ante su debilidad por los textos de los autores paganos, Dios acude en su ayuda gracias a un sueño en el que se le reprocha ser «ciceroniano, y no cristiano». Impactado, deja sus lecturas y comienza a estudiar en profundidad las Sagradas Escrituras y los textos de los principales autores cristianos.
La carne se le resiste, y opta por una penitencia salvaje que ya nunca abandonará. Es el aspecto más espectacular de su biografía: deja Roma y huye al desierto para huir del ambiente mundano, pero tantas mortificaciones le hacen caer gravemente enfermo. Se golpea frecuentemente el pecho con una piedra, y la debilidad que le produce su vida ascética le hace tener alucinaciones: le parece asistir en medio del desierto a las fiestas de la capital del Imperio. Pero él no se arredra y redobla los ayunos. «Los malos deseos me atormentaban día y noche –escribiría después–, las malas pasiones me atacaban sin cesar. Si a mí me sucedía esto, ¿qué no les pasará a los que viven dedicados a darle a la carne todo lo que pide?».
Contra amigos y enemigos
Jerónimo se sumerge en las Escrituras y el Papa Dámaso le llama a Roma para traducir la Biblia al latín, en una versión –la Vulgata– que se difundió por toda la Iglesia y que estuvo vigente durante más de 1.000 años en la oración pública y privada y en la liturgia. «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo», escribió, porque «el que no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su sabiduría».
De carácter recio e inclinado a la polémica, la radicalidad con la que vivió su fe le hizo disputar con amigos y enemigos. No solo se enfrentó a pelagianos y origenistas, sino también al obispo de Jerusalén e incluso al mismo san Agustín. Merece la pena mencionar sus controversias con los herederos de Pelagio, que al parecer no se andaban con chiquitas. En Belén, una noche, incendiaron el convento en el que vivía y Jerónimo apenas pudo escapar por los pelos del fuego. Antes de Twitter, las polémicas se resolvían así.
«Dame tus pecados»
En la ciudad de David, cuando ya se había convertido en un referente intelectual de la Iglesia de aquel tiempo, retirado a una gruta cercana a la de la Natividad, vive Jerónimo uno de los episodios más conocidos y que más nos han llegado hasta hoy, hasta el punto de que el mismo Papa Francisco lo ha citado varias veces. Un noche de Navidad le pareció que Jesús le decía: «Jerónimo, ¿qué me vas a regalar por mi cumpleaños?», a lo que el santo respondió como si fuera un currículum, recordándole al Señor la entrega de su vida, su traducción de las Escrituras, su pobreza, sus ayunos y penitencias, su defensa de la fe… «¿Y nada más?», le respondió Jesús. Ante la turbación de Jerónimo, el Señor añadió: «Dame tus pecados para perdonártelos». Como el Papa comentó acerca de este memorable pasaje de la historia de la Iglesia, «siempre hay un engaño: en lugar de ir a hablar con el Señor, fingir que no somos pecadores. En cambio, la invitación del Señor es la de un padre, de un hermano. Hablemos con el Señor. Él sabe lo que somos».
Así, aquel que había escrito: «No querer ser perfecto es un delito», conoció la perfección más alta, la de entregarle a Dios todo, hasta la parte más fea de nuestro currículum.