30 años de una fundación pionera - Alfa y Omega

En 1993 san Juan Pablo II creó la Fundación vaticana Centesimus Annus – Pro Pontifice (CAPP). En la encíclica homónima de 1991, a 100 años de Rerum novarum, el Papa Wojtyla reconocía por primera vez en un documento del magisterio que el beneficio es una medida legítima del desempeño económico empresarial (CA, 35). Evidentemente no lo considera el único criterio; en el mismo párrafo de la encíclica se dice: «Es posible que los balances económicos sean correctos y que al mismo tiempo los hombres, que constituyen el patrimonio más valioso de la empresa, sean humillados y ofendidos en su dignidad». Pero lo verdaderamente crucial aquí es que el magisterio social daba carta de naturaleza a la «economía de empresa». En documentos anteriores se había hablado de las consecuencias del proceso económico, del trabajo, de la propiedad de los medios de producción, pero no de la empresa como agente y lugar focal de colaboración y/o de conflicto.

Ese acontecimiento fue importante para quien, siendo católico, dedicaba lo mejor de sus capacidades al desarrollo empresarial y actuó de acicate para que un grupo de empresarios y banqueros italianos convocados por el cardenal venezolano Castillo Lara, entonces presidente de la Ciudad del Vaticano y de la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica (APSA), decidiese la constitución de una fundación de naturaleza religiosa para difundir la doctrina social de la Iglesia en ambientes económicos y profesionales y a reunir fondos para obras de caridad del Papa.

La fundación fue reconocida con un estatuto de amplia autonomía. Durante años se mantuvo como una excepción en las normas de gobernanza vaticanas: estaba sometida a la supervisión de los sucesivos presidentes del APSA, pero se le dejó plena libertad para elegir temas y proyectos de trabajo. En el ambiente por entonces no muy transparente de las finanzas y la economía vaticanas, la CAPP mantuvo una línea recta de completa transparencia en la gestión y rendición de cuentas de todas sus actividades y operaciones; fue el primer organismo vaticano en realizar una auditoría independiente y en hacer públicas sus cuentas en la web en 2010. De algún modo, anticipó los modos de proceder que el Papa Francisco exige hoy a todos los organismos vaticanos. La dotación inicial de la Centesimus Annus ha ido aumentando poco a poco. Cada año, en función de los resultados de la inversión, los excedentes se han trasladado en forma de donación para las obras de caridad del Papa. Las actividades del secretariado y los congresos se autofinancian con cuotas de miembros adherentes y donaciones.

La gobernanza se realiza a través de un consejo, en su mayor parte cooptado, que hasta la fecha ha tenido cuatro presidentes: el banquero milanés Roberto Mazzotta; el empresario Lorenzo Rossi di Montelera; el alto ejecutivo español Domingo Sugranyes Bickel y ahora la señora Anna María Tarantola, que fue directora general adjunta del Banco de Italia con el gobernador Mario Draghi. Su consejero eclesiástico internacional ha sido casi desde el principio el prelado Claudio María Celli. El ámbito de acción, inicialmente italiano, se fue internacionalizando poco a poco. Actualmente cuenta con miembros en 15 países y grupos activos en Italia, España, Francia, Alemania, Reino Unido, Bélgica, Países Bajos, Malta y Estados Unidos, así como en algún país del este de Europa, y está comenzando a tejer su presencia en África y Asia.

Para realizar su tarea de think tank, desde el principio se dotó de un comité científico formado por economistas, sociólogos y filósofos de distintos países. De España fue durante años miembro activo de dicho comité el profesor y economista Alfredo Pastor. A través de conferencias anuales y de numerosas consultas de expertos, la fundación ha ido realizando debates sobre temas como el papel de las finanzas en la economía, el futuro del trabajo en el contexto de la automatización, las migraciones, la criminalidad financiera, el futuro de la alimentación mundial o el papel de las pequeñas empresas en el desarrollo de las comunidades pobres, entre otros. Además, publica artículos en la propia red y en otros medios y apoya con becas a jóvenes investigadores.

Una mención especial merece el premio Centesimus Annus otorgado a monografías sobre doctrina social que ya ha celebrado cinco ediciones. La primera edición fue en 2013 y en ella tuve el honor de que mi libro Ciudadanía, migraciones y religión recibiese ese prestigioso galardón, ex aequo con el libro del afamado profesor Stefano Zamagni, L’economia del bene comune. Mi colega de Comillas Jaime Tatay también lo recibió en la quinta edición por su magnífica obra Ecología integral.

Como se ha recordado en el reciente encuentro del 30 aniversario, para la adecuada elaboración del pensamiento social la Iglesia necesita del diálogo entre quienes escriben los documentos, los académicos de ámbitos diversos y las personas con experiencia directa en la empresa y en el emprendimiento socioeconómico. Así se produce una suerte de intertransdiciplinariedad, tal como pide el Papa en Veritatis gaudium. El nacimiento de un «nuevo modelo económico» al servicio del desarrollo integral y sostenible que con energía y razón reclama Francisco solo será posible en unas nuevas bases culturales y geopolíticas por las que hemos de trabajar con ahínco. La fundación debe ser una de las piezas clave de la Iglesia convocadas a esa importante misión, como ha recordado el economista Alberto Quadrio Curzio, presidente emérito de la Academia Nazionale dei Lincei. Ahora bien, esa gran tarea pasa por las pequeñas decisiones de cada día, donde se juega la vida personal y familiar de líderes y emprendedores en un «estilo de vida» acorde con las exigencias en comunidad que proponen Fratelli tutti y Laudato si, las dos valiosas encíclicas sociales de nuestro Papa americano.