Sabemos poco de su vida con certeza. Escuetamente lo que dice de él el Evangelio, y precisamente el evangelista san Juan, el único que menciona algunas de sus intervenciones. No conocemos cosas sobre su origen, desconocemos su ascendencia, y ni siquiera tenemos noticias del momento de su vocación, salvo lo genérico que corresponde a todos. Su nombre aparece en las listas de los Apóstoles y siempre junto al evangelista y apóstol Mateo. Su mismo nombre es extraño al texto bíblico, incluido el del Antiguo Testamento. San Juan dice que se le apodaba «Dídimo» cuya traducción castellana sonaría «El Mellizo»; pero ni aun esto nos da pistas para adquirir más datos puesto que no consta de quién pudo ser gemelo, ya que en las Actas que llevan su nombre y en la Doctrina Apostolorum, donde sí aparece como mellizo de Judas, son escritos apócrifos que se han de rechazar por lo fantasioso y otras cosas.
Pertenece al campo de la leyenda, de la simple hipótesis y de la conjetura el que hubiera sido arquitecto, como lo dejó plasmado Rafael con la simbólica escuadra de su trabajo, o que procediera de familia humilde, como dicen otras fuentes. Ni siquiera consta el hecho de su martirio, sino por una tradición menor. Que se celebre su fiesta el día 3 de julio desde el siglo vi se debe a la fecha del traslado de sus restos a Edesa.
Cierto: es uno de los Doce, que aparece con carácter fuerte, decidido, valiente y animoso desde el primer momento en que el Evangelio (Jn 11, 1-6) habla de una intervención suya, proponiendo a los colegas acompañar a Jesús a Jerusalén cuando los ánimos están caídos por el ambiente adverso: «Vamos nosotros también a morir con Él».
Otra de sus intervenciones fue la misma noche de la Pascua, en el cenáculo. Hablaba Jesús con un lenguaje tan subido que la cabeza de Tomás no entiende lo que dice; está diciendo que se marcha, que no pueden ir ellos a donde él va, que la separación no va a ser definitiva, y que ellos ya conocen el camino. Esto llamó la atención de Tomás hasta el punto de interrumpir las palabras del Señor, pidiendo explicación a lo que escucha: «No sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?».
Sus esperanzas de ocupar un buen puesto en el Reino se debieron de ver frustradas con la deserción miedosa a partir del acontecimiento de Getsemaní. Se decía a sí mismo que allí fue donde empezó el fracaso más fuerte de su vida. Años perdidos, ilusiones rotas y esperanzas en la papelera. Después vino lo irremediable: todo ese mundo atroz de sufrimientos físicos y morales por donde pasa el que se condena a muerte, aunque fuera inocente como su Maestro. Todo terminó con la cruz vergonzosa y en la tumba fría. ¡Qué pena haber amado tanto, y que aquello tan radiante hubiera sido solo un hermoso sueño! Pero había más: a la frustración por Jesús muerto había que añadir un dato: él era su amigo, lo sabían todos, lo buscarían y terminaría mal, ¡buenos eran aquellos mandamás para dejar un cabo suelto! Era preciso aguantar la amargura, pero lejos. Sí, lo mejor era romper con el pasado y distanciarse de las amistades, desapareciendo.
Quizá por eso no estuvo presente cuando estaban diez el Domingo por la tarde y le vieron. Lo buscaron y se lo dijeron, pero no se fió. ¿Que está vivo Jesús? ¿El muerto? ¿Que lo ha visto la de Magdala? ¿Que los que marchaban a Emaús lo han descubierto? ¿Que todos menos yo lo habéis visto? ¿Que habéis hablado con Él? ¡Dejadme de cuentos! ¿Y dónde está en este momento, en qué casa, por qué calles anda, qué suelo pisa, por qué se esconde, qué hace ahora, por qué no lo acompañáis, de quién tiene miedo? Es un chorro de preguntas sin respuesta. A la pena y angustia se está uniendo el enfado y el despecho porque los ve alegres y él no ha echado la pena del cuerpo. Ni entiende ni goza; los comentarios son sin sentido, propios de locos o de fulleros. Adopta una actitud terca y desconfiadísima. ¡Pruebas! ¡Mis dedos en sus llagas y mi mano en la del pecho!
«Señor mío y Dios mío», dijo a los ocho días el alma de Tomás, cuando Jesús se puso en medio, sin que nadie abriera las puertas bien cerradas como consecuencia del miedo. Fue una confesión de fe en la divinidad de Jesucristo, que sabía hasta lo de los dedos y las manos. No hizo falta tocarlo, y hasta bendijo Él a los que creyeran sin ver. Lección aprendida. Es la fe que Dios da, para cuya aceptación no hay que pedir pruebas. El incrédulo ha llegado más lejos formulándola.
Lo demás es leyenda de lo posible; lo describen haciendo apostolado o siendo testigo por tierras de la gentilidad. Concuerdan las tradiciones –imposibles de comprobar– en señalar sus pasos hacia el Oriente, pero no se ponen de acuerdo para asentarlo en Irak, Irán, Beluchistán, India, Persia, Pakistán o el Tíbet. ¡Qué más da! Su alma noble y enamorada fue diciendo con la mayor de las elocuencias –la humildad– que Jesús es el camino, que murió, que está vivo y que salva a quien se deja salvar.