28 de enero: santo Tomás de Aquino, el teólogo que vio a Dios y se calló para siempre - Alfa y Omega

28 de enero: santo Tomás de Aquino, el teólogo que vio a Dios y se calló para siempre

Después de una misteriosa experiencia mística celebrando la Eucaristía, el teólogo más famoso de su tiempo de repente dejó de escribir. Antes difundió en Occidente a Aristóteles y dejó a la posteridad su monumental Suma teológica

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
'Santo Tomás de Aquino', de José Risueño. Museo del Prado.
Santo Tomás de Aquino, de José Risueño. Museo del Prado. Foto: Museo Nacional del Prado.

«Soy consciente de que el principal deber de mi vida para con Dios es esforzarme porque mi lengua y todos mis sentidos hablen de Él». Esta es una de las pocas frases en las que habló de sí mismo santo Tomás de Aquino y que muestra cuál fue la guía de su inmensa obra teológica. Tomás, columna monumental del saber teológico no solo para católicos sino también para el resto de confesiones cristianas, nació en el castillo de Roccasecca, en la región italiana del Lacio, en 1225. Fue el menor de los ocho hijos de un militar de alto rango y de una noble siciliana, y a los 5 años fue entregado como oblato a los monjes benedictinos de Montecasino, a los que su familia confió su formación.

Nueve años después fue a Nápoles a estudiar en su universidad y allí conoció a dos figuras que marcarían su vida: el dominico fray Juan de Wildeshausen y el filósofo griego Aristóteles. El primero era ministro de la Orden de Predicadores y su austeridad y testimonio animaron a Tomás a pedir el ingreso en los dominicos; el segundo configuró su pensamiento y lo llevó a las altas cumbres de la teología. «Él no fue el primero que introdujo en la universidad el pensamiento de Aristóteles, pero sí es cierto que fue el que le dio un buen impulso», asegura el dominico Martín Gelabert, maestro en Sagrada Teología, el máximo honor que la Orden de Predicadores concede a sus teólogos más destacados. En el griego, santo Tomás encontró «la mejor reflexión sobre la razón, el mundo y la naturaleza humana», afirma, matizando que el uso que hizo de Aristóteles «fue instrumental, porque se valió de él para explicar en profundidad la fe cristiana».

Huella en París

Con 20 años llegó a París ya como dominico y discípulo de san Alberto Magno, otro pensador entusiasmado con Aristóteles, quien resultó impresionado por Tomás y predijo de él que su saber «resonaría por el mundo entero». Siete años después volvió de nuevo a la capital francesa, tras una temporada en la ciudad alemana de Colonia, donde fue ordenado sacerdote. Empezó a dar clases en la universidad parisina y a dejar una huella imborrable, hasta el punto de que a su muerte el rectorado reclamó su cuerpo para enterrarlo allí, «el único lugar que consideraban digno para una figura de su talla», cuenta Martín Gelabert.

Se calcula que, durante toda su vida, santo Tomás recorrió cerca de 15.000 kilómetros por toda Europa debido a sus viajes a universidades, casas de formación dominicas y hasta la corte papal en Roma. Fue precisamente en la Ciudad Eterna donde comenzó a escribir, en 1265, su monumental Suma teológica, el Google de todos los saberes de su época, en la que trató de abarcar todo lo relacionado con Dios, el ser humano y la creación. Para ello, la orden le ofreció varios secretarios que le ayudaban a documentarse mientras él dedicaba a escribir buena parte de la jornada. «Toda su vida estuvo encaminada a buscar a Dios y a hablar bien de Él», explica el teólogo dominico. Por eso, no fue un filósofo sin más, sino «un creyente que vivió intensamente su fe y que puso al servicio del Evangelio su inteligencia clara y extraordinaria. Quiso saber por qué creía y en qué creía: eso vertebró su obra», añade.

«Todo me parece paja»

El trepidante ritmo que llevaba a la hora de escribir la Suma se detuvo abruptamente el 6 de diciembre de 1273. Mientras celebraba la Eucaristía tuvo una personal visión de Dios, una particular experiencia mística tras la que ya no volvió al scriptorium. Sus colaboradores, extrañados, le preguntaron la razón de su ausencia y él solo acertó a responder: «No puedo. Ante lo que he visto, todo me parece paja». No se conoce exactamente cómo fue la vivencia del sabio y seguramente él ni siquiera habría podido encontrar el modo adecuado de expresar lo que está más allá de la razón y de las palabras. Lo cierto es que abandonó la Suma y la dejó inconclusa en la parte dedicada a Cristo como salvador de la humanidad.

En 1274, el Papa Gregorio X lo llamó a participar en el Concilio de Lyon y él, por obediencia, se dispuso a acudir. Por el camino tuvo un percance con la mula que le llevaba, haciéndole caer al suelo, un incidente tras el que empezó a sentirse mal. Le ayudaron a llegar hasta la abadía de Fossanova, donde convaleció para ya no levantarse. La última vez que le llevaron la Comunión acertó a musitar: «Te recibo a Ti, mi Jesús, que pagaste con tu sangre el precio de mi alma». Murió el 7 de marzo de 1274, en medio de una bien merecida fama de santidad.

Saber y orar fueron a la par en esta figura excepcional de la Iglesia. «Su teología presupone una experiencia de Dios muy intensa, pero él contempló para transmitir a otros lo contemplado», afirma Martín Gelabert. Así, «su oración y estudio se transformaron en misión», al igual que debemos hacer a imitación suya los creyentes de hoy: «Los cristianos no somos profesores que transmitimos una enseñanza, sino creyentes que hacen llegar a otros su experiencia de Dios», concluye el dominico.

Lo que esconde el Santísimo Sacramento

«Algunas de las mejores reflexiones sobre la Eucaristía nos las dejó santo Tomás de Aquino», dice Martín Gelabert. El dominico «dedicaba largas horas a orar ante el Santísimo y ante el crucifijo, algo que tradujo después al lenguaje poético». Así, Gelabert cita los himnos del oficio del Corpus Christi que le encargó el Papa Urbano IV, y destaca especialmente el Adoro te devote, en el que el santo afirma que «en la cruz se escondía la divinidad, pero en la Eucaristía se esconde también la humanidad».