San Sebastián, mártir de la Iglesia, nació en Narbona en el años 256, si bien su educación transcurrió en Milán. Se decantó por la carrera de las armas y llegó a ser tribuno de la primera cohorte de la guardia pretoriana del Emperador Maximiano, que le tenía aprecio. Soldado disciplinado, San Sebastián cumplía las órdenes castrenses a rajatabla. Pero, cristiano convencido, rehusaba participar en los sacrificios paganos, por considerarlos idolatría. Es más: ejercitaba el apostolado entre sus compañeros y visitaba a los cristianos encarcelados.
Ante este escenario, el choque entre su profesión y su conciencia, como ocurre hoy muy a menudo, resultó inevitable. Cuando llegó el momento fatídico, san Sebastián optó por su conciencia, es decir, por su fe. Y lo pagó con el martirio: el principio del fin empezó con motivo del encarcelamiento de dos cristianos, Marco y Marceliano. A partir del martirio de estos últimos, san Sebastián empezó a ser reconocido como cristiano.
Cuando se enteró el Emperador, ordenó su detención y dispuso que muriera atravesado por las saetas lanzadas por sus verdugos. El plan se empezó a cumplir. Sin embargo, cuando fue dado por muerto, unos amigos descubrieron que estaba vivo. Le llevaron a un lugar seguro y le aconsejaron huir de Roma. San Sebastián se negó el redondo y, deseando correr la misma suerte que sus correligionarios, acudió ante un desconcertado Emperador -ya era Diocleciano- que está vez ordenó su muerte a azotes. Esta vez, los soldados no fallaron. Era el año 288.