Se llamaba Juan Fidanza, nació en la aldea toscana de Bagnoreggio, cerca de Viterbo, en Italia. Se puso de pequeño tan malo que su madre —como tantas— lo puso bajo la protección del santo de Asís para que lo librara. Precisamente iba a ser el franciscanismo el modo de vida que eligiera en la primera juventud y la causa de que cambiara el nombre de Juan por Buenaventura.
En la universidad de París se le vio como estudiante y diez años como Maestro. Cuando fray Buenaventura llegó a París en 1235, para completar sus estudios bajo las enseñanzas de Alejandro de Hales, aquel emporio del saber pasaba una racha de enormes tensiones entre teólogos rivales que discutían apasionadamente sobre Aristóletes y Averroes; no era infrecuente pasar del arte de la dialéctica, a las apasionadas discusiones, y de ahí se saltaba al terreno de las calumnias, y hasta el de la violencia física. En medio de tal algarabía nada ejemplar se encontraban los frailes. La humildad aprendida del Poverello sirvió de freno al de Bagnoreggio para lograr la serenidad y equilibrio que hizo exclamar al maestro de Hales: «Conociéndole, se diría que Adán no pecó», para expresar el dominio patente de las pasiones que demostraba Buenaventura. En París trabajó para integrar la visión aristotélica en la tradición de san Agustín, aceptando gran parte de la filosofía científica de Aristóteles, pero rechazando cuanto conocía de su metafísica por insuficiente, ya que, según Buenaventura, al filósofo no le guiaba la luz de la fe cristiana. La doctrina de la iluminación del alma por Dios —una forma de identificar la verdad o falsedad del juicio— la tomó de las doctrinas de san Agustín. Dejó rastro en la universidad luchando por unir la verdad con la caridad, porque, si no fuera así, la ciencia teológica no pasaría de ser un burdo remedo de la verdadera ciencia de Dios, sin Dios.
Lo eligieron general de la Orden franciscana cuando solo tenía treinta y seis años, el 2 de febrero de 1257. Las funciones de gobierno le hicieron viajar por Francia, Italia, Alemania y España para celebrar capítulos generales y provinciales y atender a las necesidades de los franciscanos que no eran pocas en ese momento, por encontrarse la Orden abismalmente dividida. Puso empeño en quedar precisos y determinados los puntos en los que hacía falta buscar el punto medio entre dos peligrosos extremos en materias tan importantes como el cultivo de la ciencia teológica en nada opuesto a la virtud, y entre la observancia rigorista y el pernicioso relajo. Estructuró a la Orden de forma tan sobrenatural y firmemente entroncada con el espíritu fundacional que alguien llegó a decir de él que fue como el segundo fundador de los franciscanos.
Un todo terreno para la predicación. Sin renunciar a la inteligencia y al saber, insistió siempre en que «cualquier mujeruca ignorante puede amar y conocer mejor a Dios que un sabio teólogo». Llevó la palabra de Dios a la gente sencilla, a sus frailes, a ellas y ellos en los monasterios, a obispos y reyes, haciendo inteligible el mensaje de Dios, según el medio en que se situaba.
Los Papas le consultaron asuntos trascendentales para el gobierno de la Iglesia.
Gregorio X lo consagró personalmente obispo de Albano y luego lo nombró cardenal.
Intervino como legado en el II Concilio de Lyon convocado para solventar el cisma con la Iglesia oriental y conseguir la unión de los griegos con Roma.
Dejó su obra científica en el campo de la teología y de la mística. Comentarios a la Sagrada Escritura como Breviloquium, Comentario el libro de las Sentencias de Pedro Lombardo, numerosos sermones y pequeños tratados místicos como Itinerario del alma a Dios y la versión oficial de la Vida de san Francisco de Asís. En sus escritos está presente un profundo cristocentrismo y una devoción y afecto a la Virgen María escritos con fina claridad, exactitud y precisión, apreciándose en muchas ocasiones no la fría inteligencia, sino el sabor añadido de la ciencia divina vivida en la experiencia personal de los fenómenos tratados y expuestos.
Sus biógrafos resaltan entre las virtudes apreciadas la humildad, la pobreza, la mortificación y la bendita paciencia.
Murió el 15 de julio de 1274, en Lyon.
Lo canonizó el Papa Sixto IV en 1482; Sixto V lo nombró doctor de la Iglesia con el título de «Doctor Seráfico».
Se refiere como anécdota reveladora de su sencillez, que, cuando le fueron a transmitir con júbilo la noticia de su elevación al cardenalato y le llevaban el palio de cardenal, lo encontraron metido en la cocina, lavando los platos empleados en el día; para no tocar el atributo cardenalicio con las manos húmedas y grasientas, pidió el favor a los ilustres que le llevaban el encargo del papa de que se lo dejaran colgado en la rama de un árbol próximo, mientras comentaba: «ahora, eso será más duro».