Nació en 1894 en Zdunska Wola, en Polonia central. Morirá en Auschwitz, el campo de concentración nazi. Fue el preso número 16.670, canjeado por el preso número 5.659. Le inyectaron una dosis letal —dicen que de ácido muriático— el 14 de agosto de 1941.
Es una de las incontables víctimas de la crueldad del siglo XX; ese siglo en el que ha imperado en tantas y tan lastimosas ocasiones la «cultura de la muerte» a pesar de estar tan prendado de sí mismo.
No es oro todo lo que reluce en la centuria que pone final al segundo milenio, no. Posiblemente los que hemos tenido la suerte de nacer y vivir en ella tan ufanos, tan engreídos con los avances que aportan las comunicaciones y la ciencia, embelesados con el comienzo de la conquista del espacio y con la medicina que pone remiendos para retrasar lo inevitable con los trasplantes de órganos… pienso yo que nosotros, los que cada día despertamos con el anuncio de una nueva tecnología punta que va a hacer más agradable la vida, a lo mejor tengamos motivos de vergüenza y de horror al recordar las terribles plagas de genocidios —tan grandes como no conoció otros la historia— de los que hemos sido testigos y, algunos, más que espectadores, culpables. Porque, se me ocurre pensar, no solo es intolerable violencia contra la humanidad lo ocurrido en los campos de concentración de aquellos nazis, también lo son los exterminios en la región de los Grandes Lagos africanos, las limpiezas étnicas de Kosovo y los casi infinitos abortos de las asépticas clínicas de los países ricos. Y la lista de casos se haría interminable…
Maximiliano María Kolbe, como buen polaco, recorre el camino a Czestochowa cada año, en peregrinación costosa y emotiva, para rezar a la virgen negra de Jasna Gora, Patrona de Polonia. Ese amor a la Virgen fue madurando de modo armónico con su crecimiento. Ingresó en los franciscanos en Lwow. Fue estudiante en Cracovia y luego en Roma; también allí se ordenó de sacerdote en 1918. Vuelto a Polonia, funda la Milicia de la Inmaculada, que tiene como instrumento difusor el periódico El Caballero de la Inmaculada, y llega a construir el complejo apostólico de Niepokalanow, cercano a Varsovia. Es, por años, misionero en Japón.
La Gestapo lo detiene en 1939 por ser molesta su actividad a los ocupantes alemanes, pero no es esta la detención definitiva. Pasarán dos años antes de ser deportado definitivamente al Campo de la Muerte o, como lo ha llamado el papa Juan Pablo II, «el gran Gólgota del mundo contemporáneo», a unos sesenta kilómetros de Cracovia.
Hubo allí una fuga en los días últimos de junio del 1941 y las autoridades del campo decidieron una represalia. Eligen a unos cuantos para que mueran de hambre. Uno de los designados al azar por Fritsch, el jefe de campo, para morir en el «bunker del hambre» es el sargento polaco Fransciszek Gajowniczel, pero el nombre era lo de menos, solo era el preso número 5.659; en realidad, era padre de familia que dejaba mujer e hijos. «Me ofrezco para morir a cambio de ese padre de familia. Soy sacerdote católico». Había llegado para el P. Kolbe el momento de pasar de las palabras a las obras, dando la vida por el prójimo; para Fritsch era igual un número que otro.
Todos van muriendo por inanición. El consuelo y la ayuda espiritual a los moribundos fue llegando a través del padre franciscano. Tres semanas de hambre han sido suficientes. Como queda todavía medio vivo el padre Kolbe, apoyado en la pared y musitando oraciones, pero al molestar su presencia, el enfermero —o lo que fuera— le inyectó para acelerar la muerte. Era víspera de la Asunción.
Pablo VI beatificó a Kolbe en 1971, estando presente, como testigo de excepción, el sargento Franciszek Gajowniczel, y Juan Pablo II lo canonizó el 10 de octubre del año 1982.
El amor a la Inmaculada, eso que a tantos hoy les evoca recuerdos de algo trasnochado e inútil, eso que suena a tantos a música celestial, que es lo mismo que decir como consuelo anacrónico para pusilánimes, torpes e inadaptados a las exigencias de la vida contemporánea, ese amor a la Virgen, hizo posible que un franciscano, el Loco de la Inmaculada, diera su vida por entero en salvación de un hermano necesitado cuando la historia se convertía en calamidad, en desgracia.
El tono oscuro de los males del siglo que sugería al principio, se alumbra con los genios que de la misma humanidad han ido saliendo al arrullo y fuerza de la Gracia. ¿Por qué será que unos destripan la vida y otros la favorecen, apadrinándola hasta el fin? ¿Por qué?