11 de mayo: san Francisco de Jerónimo, el santo de las 400 conversiones por año - Alfa y Omega

11 de mayo: san Francisco de Jerónimo, el santo de las 400 conversiones por año

Quiso ser misionero en América, pero «tus Indias serán Nápoles», le dijo un superior. Francisco de Jerónimo hizo de las calles de la ciudad italiana su campo de misión, realizando milagros y predicando a nobles y prostitutas

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
‘San Francisco de Jerónimo’. Pintor anónimo. Iglesia de San Miguel y San Julián de Valladolid. Foto: Luis Fernández García.

«Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres»: es imposible que esta frase de san Pedro en los Hechos de los Apóstoles no resuene cuando uno se acerca a la vida de san Francisco de Jerónimo. Al final, los hombres le dejaron en paz y él pudo hacer lo que más le gusta a Dios: llevarle almas.

Nació en 1643 en Grottaglie, en el comienzo del tacón que dibuja la península de Italia por el sur. Fue el mayor de once hermanos, cuatro de los cuales acabaron sirviendo en el altar. Sus padres le inculcaron un amor a Dios muy profundo y una confianza ilimitada en su providencia. Tan es así que, cuando tenía 9 años, su madre le mandó a comprar el pan, pero de camino él se lo dio todo a un pobre. Al recibir en casa su reprimenda, le contestó: «Madre, mira en el armario y verás si el Señor nos dejará a faltar lo necesario para hoy!». Y así fue: la madre abrió la despensa y allí se encontró una hogaza de olor tierno y agradable.

Tras unos años de novicio con los teatinos, se hizo jesuita a mediados de 1670, cuando ya llevaba cuatro años de sacerdote. Él quería ir a América de misionero, pero su superior le reconvino: «Tus Indias serán Nápoles». A partir de entonces, la ciudad italiana fue su misión durante más de cuatro décadas.

Dice su biógrafo, el jesuita Tom Rochford, que «trabajó con la congregación de artesanos que se reunía en la capilla que había bajo la iglesia del Gesù. Predicó también en plazas y calles para promover la comunión mensual. No dejó de visitar a los esclavos y prisioneros de las galeras de la bahía, y día y noche visitó también a los enfermos de la ciudad».

En todos esos años, predicó innumerables tandas de ejercicios espirituales a personas de toda edad, clase y condición –laicos, sacerdotes, monjas y religiosos–, ricos o pobres. Los napolitanos le vieron muchas veces ir a hablar a las prostitutas de los barrios bajos, llamándolas a la conversión bajo las ventanas donde se acostaban con sus clientes. Logró retirar a muchas de ellas de la calle, e incluso 22 abrazaron después la vida consagrada. Junto a ello, el sacerdote creó un refugio en el que encontraron cobijo y comida 190 de los hijos de estas mujeres.

En una ocasión, unos nobles le invitaron a su mansión de verano en las afueras, y allí el santo levantó al bebé de la familia en brazos y exclamó: «Este niño será un gran hombre, no morirá antes de los 90 años, será obispo y santo, y hará grandes cosas por Jesucristo»; aquel niño fue después san Alfonso María de Ligorio.

El santo solía caminar por las calles rogando a sus paisanos: «Regresa a Cristo», y al final de su vida sus amigos calcularon que cada año había conseguido la conversión de más de 400 de ellos. A este propósito ayudó que cada tercer domingo de mes salía a la calle a pedir a los napolitanos que entraran a Misa a la iglesia del Gesù, donde ya tenía apostados en los confesionarios a un buen grupo de sacerdotes amigos suyos para facilitar el perdón a los arrepentidos. En algunas ocasiones el templo llegó a estar abarrotado, con más de 15.000 fieles en su interior. «Es un cordero cuando habla, y un león cuando predica», contaban de él.

Víctima de sospechas y celos

Sin embargo, tanto éxito acabó por pasarle factura, en forma de envidias por parte de sus contemporáneos. Cuenta Tom Rochford que, pasado algún tiempo, el santo «se topó con sospechas y celos que acabaron por restringir severamente su ministerio. Algunos pensaban que un sacerdote que predicaba en las calles y que se ocupaba de los pecadores no era adecuado para dar retiros a sacerdotes y religiosas en el camino de la perfección». Esta situación provocó que el obispo de Nápoles prohibiera al jesuita volver a predicar en el exterior, «hasta que se convenció de que las quejas tenían su origen en los celos y le devolvió las licencias».

No acabó ahí la cosa, porque a continuación fueron los jesuitas los que recortaron sus actividades, con el pretexto de que le quitaban demasiado tiempo de la vida de comunidad. «Al poco, el provincial cedió por fin y le dio completa libertad para trabajar con la gente de Nápoles», dice su biógrafo. Al final, todos le dejaron en paz y él pudo seguir con su misión y su apostolado.

En 1707, cuando el Ejército austríaco ocupó Nápoles y expulsó a los españoles de Felipe V, la ciudad quedó en un estado de agitación tal que empezaron a producirse altercados y saqueos. Francisco no solo logró calmar los ánimos y mitigar las revueltas, sino que también hizo de mediador ante el Ejército de Felipe V para que no bombardeara la ciudad desde su fortaleza, y así lo atestiguan varios testigos que declararon después en su proceso de canonización.

Los años fueron pasando, pero «mientras yo conserve un aliento de vida iré, aunque sea arrastrado, por las calles de Nápoles –decía–. Y si caigo debajo de la carga, daré gracias a Dios: un animal de carga debe morir bajo su fardo». Así ocurrió, finalmente, el 11 de mayo de 1716, cuando murió a los 74 años de edad, después de toda una vida llevando pecadores al cielo.

Bio
  • 1643: Nace en Grottaglie
  • 1670: Ingresa en la Compañía de Jesús
  • 1716: Muere en Nápoles
  • 1839: Es canonizado por Gregorio XVI