Una reciente investigación ha devuelto al debate público la controversia sobre los tratamientos de reasignación de género. ¿Alivian el sufrimiento de las personas trans o, en su lugar, añaden un riesgo para su salud mental?
La disforia de género requiere atención clínica y negarlo sería mentir. La Asociación Americana de Psicología la cita, de hecho, como un trastorno de la salud sexual que, en el pasado, llegó a tildar de desorden mental. Lo cierto es que cursa con sufrimiento.
El tratamiento de los menores con disforia incluye la transición social (cambio registral de nombre y género y acceso a actividades, espacios y expresiones acordes con su identidad sentida) y el uso de bloqueadores hormonales para que, con la pubertad, no adquieran las formas propias de la masculinidad o de la feminidad. Estos tratamientos no son inocuos y tienen efectos sobre la psicología del menor. Por eso, la sanidad inglesa solo los contempla para el alivio de situaciones de angustia clínicamente significativa al tiempo que advierte sobre el desproporcionado incremento de disforias en menores en su país (de 250 en 2011 y 2012 a más de 10.000 en 2021 y 2022); sobre el injustificado predominio de disforias de inicio repentino en niñas; sobre las presentaciones neurológicas complejas de disforia que aconsejan atención clínica y sobre la falta de consenso respecto de la eficacia de los tratamientos.
En Suecia, esta falta de consenso clínico ha motivado la prohibición de los tratamientos que se venían ofreciendo a menores desde hace medio siglo. Antes, ya se dejaron de practicar mastectomías a adolescentes, lo que parece prudente tras escuchar a quienes denuncian la irresponsable e irreversible destrucción de sus cuerpos por causas no atribuibles a una disforia probada, sino a complicaciones psiquiátricas cuyo diagnóstico les habría evitado decisiones que no tienen vuelta atrás.
La investigación apuntada mide el riesgo de suicidio, autolesión y trastornos de estrés postraumático en adultos sometidos a cirugías de género y se llevó a cabo con una amplia población de estudio repartida en tres cohortes: adultos sometidos a cirugía de género; grupo control de no operados y grupo control sin disforia pero con cirugía de ligadura de trompas o vasectomía. Se añadió también una cohorte de validación. Los resultados evidencian que la cohorte sometida a cirugías de género es doce veces más propensa al suicidio que el grupo control y cinco veces más que la de los sometidos a operaciones de esterilización.
Aunque el diseño de los emparejamientos de propensión avala la fiabilidad de los hallazgos de la investigación, lo justo es reconocer que estos muestran asociaciones pero no causalidad. No queda demostrado que el riesgo aumentado de suicidio obedezca a la cirugía. El estudio tampoco especifica si antes del tratamiento ya existía propensión al suicidio. De ser así, la cirugía no causaría el riesgo aumentado, aunque tampoco lo evitaría. Y es aquí donde radica el quid de la cuestión: en que con independencia de si la propensión al suicidio de las personas operadas obedece al estigma social, al propio sentimiento transidentitario, a la comorbilidad de la que generalmente se acompaña o a la frustración por las expectativas incumplidas y los efectos indeseados de la cirugía, es un hecho probado que la cirugía no lo evita. La cirugía de género es muy destructiva, incluyendo castraciones, vaginectomías, mastectomías, histerectomías completas o extirpación de trompas uterinas y ovarios, a las que siguen mamoplastias o faloplastias y escrotoplastias. Estas cirugías pueden complicarse con dolores persistentes, necrosis en el pezón, el pene o la vulva creados quirúrgicamente, fístula en las vías urinarias, incontinencia, problemas en el suelo pélvico y una pérdida del placer y del funcionamiento sexual que podría agravar los problemas previos de salud conductual. Aunque estas complicaciones son graves, vincularlas con el suicidio sería tendencioso. Pero sí podemos concluir que inducir a tratamientos quirúrgicos sin un diagnóstico previo incrementa culposamente los riesgos para la salud de las personas trans, particularmente cuando son menores o padecen comorbilidades psiquiátricas. Y en atención a su dignidad, debemos reclamar prudencia y denunciar la iniquidad de la ley trans española que, con un claro sesgo ideológico, fía la decisión sobre los tratamientos a la autodeterminación, genera expectativas no contrastadas y oculta la necesidad de los diagnósticos de certeza.