«Soy muy feliz sirviendo»
El padre Aparicio dice que es «muy feliz sirviendo», y quizá por eso el arzobispo Osoro vio en él a la persona indicada -«Tienes que ser tú»- para tomar las riendas de la Ciudad de la Esperanza, un proyecto de acogida y reinserción de hombres sin recursos que el Arzobispado valenciano asumió como propio en mayo de este año. Bienvenidos
Su voz al otro lado del teléfono es anticipo de la abrumadora vitalidad del padre Vicente Aparicio, párroco, profesor de Religión en el Instituto Bernat Guinovart, de Algemesí, director y fundador de ASPADIS y ahora, además, director de Ciudad de la Esperanza. «Entra y avisa al conserje, ¡yo voy enseguida!».
Estamos en Valencia, cerca de Aldaia. Las puertas de la Ciudad se abren y el conserje, un hombre joven, licenciado en Filosofía en la Complutense y parado desde hace tres años, avisa al padre Vicente. El sacerdote conduce a Alfa y Omega hasta su despacho y allí, entre fotos de la Madre Teresa de Calcuta y de su encuentro con el Papa Francisco, explica qué es ese conjunto de casas y pabellones conocido antes como HOSOJU (Hogar Social Juvenil) y rebautizado ahora Ciudad de la Esperanza.
«HOSOJU lo fundó el padre Fernando Giacomucci para acoger a jóvenes sin hogar y, en diciembre del 2013, lo ofreció al Arzobispado por no poder hacerse cargo él, por razones de edad (tiene 82 años). Monseñor Osoro lo aceptó con mucho cariño y me nombró director», explica don Vicente, que desde entonces ha redecorado la Ciudad, empezando por el nombre, para convertirla en lo que él y monseñor Osoro soñaron: un lugar de acogida para hombres de entre 18 y 40 años en riesgo de exclusión social. «Aquí hay gente que ha tenido problemas con la justicia, que ha sido adicta a las drogas, que ha sufrido el abandono de su mujer y sus hijos o que, simplemente, no ha tenido suerte en la vida», explica don Vicente, que sabe de cada residente hasta donde ellos le quieren contar. Nunca pregunta, «no por desinterés —aclara—, sino porque no quiero que se sientan juzgados. Toda la información sobre su vida está en manos de la psicóloga de admisión, pero mi papel es otro, es acoger a cada uno al margen de su circunstancia».
Sin zapatos
Este sonriente sacerdote conoció a la Madre Teresa en Roma y, como ella, ha hecho del servicio a los demás su razón de vivir. Lo aprendió también de su padre, quien un día, cuando don Vicente ya era sacerdote, llegó a casa con traje —venía del trabajo— y descalzo. «Mi madre y yo nos miramos asustados pensando que le había dado algo cerebral. Papá, ¿y los zapatos, qué ha pasado? —Mira, hijo, venía a casa y vi a un hombre en el contenedor. Iba descalzo. Yo tengo muchos pares. Desde entonces —dice emocionado—, he tratado de tener el recuerdo de mi padre presente siempre».
En la Ciudad de la Esperanza, rodeado de quienes la sociedad excluye, don Vicente está tan feliz como ocupado. Ha hecho mejoras físicas —el jardín, la pintura de los bungalows donde viven los residentes… «Por favor, esas basuras, que se quiten de ahí, que hacen feo»— y ha reorganizado la vida de la Ciudad. «Tenemos cuatro menús diarios: uno para diabéticos, otro para colesterol alto, otro para musulmanes y el normal».
Rodeado de un pequeño equipo de profesionales —una criminóloga, un trabajador social, un administrativo y una psicóloga—, el padre Aparicio ofrece, a través de la Ciudad, la posibilidad de enderezar una biografía torcida. Ha ampliado la plantilla echando mano de la cantera, con los responsables de hogar, residentes de la Ciudad que realizan trabajos de conserjería, jardinería, cocina, guardia de noche, mantenimiento, transporte… Ellos permiten al padre Vicente aportar mejoras sustanciales en la Ciudad, sin necesidad de contratar a gente externa —no podría hacerlo con los ajustados fondos—. «Los responsables de hogar no hacen la pequeña aportación mensual que hacen todos los residentes y, además, reciben un dinero cada semana».
Sostenida por el Arzobispado, esas pequeñas aportaciones y alguna subvención, la Ciudad ofrece alojamiento, desayuno, comida, merienda y cena, cine, atención médica y psicológica y talleres de formación para la reinserción laboral a los 120 residentes. «Ahora que llega el frío, vendrán más», avanza el padre Vicente mientras enseña, orgulloso, esa Ciudad que le ha robado el corazón.
En las dos naves de trabajo, al fondo del recinto, los residentes trabajan en distintas labores que contratan empresas externas (empaquetado, ferretería…). Por la tarde, llegan los talleres de formación y terapia. El objetivo: que puedan encontrar un trabajo y retomar su vida, truncada, casi siempre, por la crisis y la soledad.
Se siente pobre
Mientras recorre la Ciudad, el padre Aparicio reflexiona: «Mi vida está con los pobres, con los niños discapacitados y con mi gente de la Ciudad de la Esperanza, que es maravillosa».
Convencido de que «el mundo es de Dios y Él lo alquila a los valientes», se levanta cada mañana con el objetivo de llevar a los demás a Cristo. «Se lo digo a mis alumnos del instituto. No quiero enseñaros grandes doctorados. Quiero enseñaros que Cristo vive en cada uno de nosotros y tenemos que reflejar a Jesús dando nuestra vida por los más pobres». Recuerda entonces cómo el arzobispo Carlos Osoro fue saludando, uno a uno, a todos los habitantes de la Ciudad de la Esperanza cuando se inauguró: «Sólo un pobre, o alguien que se siente pobre, entiende a los pobres. Y don Carlos se siente pobre», explica emocionado.
«¡Abdul! Ven, ¿cómo estamos?». Abdul, un saharaui que lleva seis años en la Ciudad, es responsable del cuidadísimo jardín que adorna las calles de la Esperanza. «¿Cómo va lo del árbol de Navidad? ¿Dentro de la barca lo queréis poner? No, no, que parecerá que estamos en la playa. Mejor aquí, cerca de la gente, donde destaque bien». Dejamos al padre Aparicio con sus residentes, tiene mucho trabajo en la nueva ciudad.
«Aquí hay sitio para todo el mundo, gente de Ucrania, Afganistán y también Madrid y Valencia. Si don Carlos, ahora que va a Madrid, me dice que manda a alguien, aquí tiene su casa», dice antes de despedirse.