Dos personajes, cuyo nombramiento como jefes de Estado sorprendió a la opinión pública, van a ser decisivos en la configuración del nuevo orden mundial. Donald Trump, un empresario multimillonario, protestante presbiteriano poco practicante, y el Papa Francisco, argentino, católico, «llegado del fin del mundo» según el mismo afirmó, al que el partido republicano considera como el «Obama de la Iglesia católica». Ya han tenido un primer enfrentamiento por las políticas migratorias de Trump, («una persona que piensa construir muros en lugar de puentes no es un cristiano») y es muy posible que se generen con facilidad otros desencuentros con bastante frecuencia.
El Papa Francisco, primer jesuita y primer americano en la historia, ha sido ya y va a seguir siendo un factor de cambio, de modernización y de progreso tanto para la Iglesia católica como para la humanidad entera. Puede llegar a ser uno de los papados más trascendentales de la historia.
Sus decisiones sobre la capacidad de todos los sacerdotes para absolver, sin autorización del obispo o del propio Pontífice, del pecado del aborto; o sobre la apertura de la Iglesia a los homosexuales («¿quién soy yo para juzgarles?»); o sobre la no exclusión de los divorciados del sacramento de la comunión, «porque no están excomulgados como algunos piensan» y también porque a veces «la separación es inevitable» e «incluso moralmente necesaria»; o sobre la «necesidad de ampliar espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia»; o sobre la utilización de anticonceptivos en casos extremos porque la decisión de evitar un embarazo por motivos excepcionales «no es un mal absoluto»; o sobre la actitud de algunos sacerdotes que no bautizaban a los hijos de madres solteras considerando tal actitud como propia de «una mentalidad enferma»; y sobre otros temas sensibles… han generado ya reacciones internas y externas muy negativas de los cristianos más conservadores y han cambiado positivamente la imagen muy decaída de la Iglesia católica en el mundo.
Pero son aún más importantes sus mensajes sobre el protagonismo de la Iglesia en el mundo, una Iglesia que «debe meterse en la gran política» porque «queremos un cambio, un cambio real, un cambio de estructuras», porque «este sistema ya no se aguanta, no lo aguantan los campesinos, no lo aguantan los trabajadores, no lo aguantan las comunidades, no lo aguantan los pueblos… y tampoco lo aguanta la tierra, la hermana madre tierra, como decía san Francisco». Francisco quiere una Iglesia que se adapte a los cambios reales que está viviendo el mundo y que recuerde que «la fe es siempre revolucionaria».
Así lo ha dicho y así lo ha hecho. El Papa Francisco quiere influir en la historia del mundo y para ello ha comenzado por cambiar la imagen de la Iglesia afrontando sus graves problemas internos en cuanto a abusos de menores, conducta financiera irregular, adicción al despilfarro y dependencia de las clases dominantes. Quiere una Iglesia mucho más pendiente de los desposeídos, de la mujer, («la Iglesia es mujer, es “la” Iglesia, no “el” Iglesia»), y de los laicos en su conjunto.
En el mundo de la política el Papa Francisco se ha convertido en un mediador de conflictos excepcionalmente eficaz y lo ha demostrado en el proceso de paz colombiano, en las relaciones entre USA y Cuba, en la crisis venezolana y en el diálogo entre Israel y Palestina, e incluso en la lucha contra el yihadismo. Y lo seguirá haciendo en otros muchos frentes. Francisco piensa que esta capacidad natural de arbitraje va a ser clave para el fortalecimiento y la difusión del mensaje de una institución que puede ser vital y decisiva en la lucha por un mundo mejor.
Dentro de este mismo proceso, el impulso a la unidad de los cristianos, objetivo del ecumenismo, y la apertura de un diálogo interreligioso auténtico y profundo figuran en la agenda inmediata del Papa. Estos son posiblemente los temas que pueden corregir y dar un nuevo sentido a las realidades actuales.
El ecumenismo siempre ha estado en la agenda de la Iglesia católica, pero se ha encontrado con resistencias invencibles tanto de orden político como teológico. Hasta ahora han sido pocos y muy leves los avances hacia una unión que aumentaría decisivamente el poder benéfico y la capacidad de acción de la cristiandad.
La declaración conjunta del obispo Munib Yunan, presidente de la Federación Luterana Mundial, y el Papa Francisco, firmada con motivo del 500 aniversario de la reforma anunciada por Lutero, puede ser un punto de partida importante para generar una dinámica más activa y más eficaz, para eliminar los obstáculos más artificiales y afrontar, con ganas de superarlas, las diferencias más serias. Y lo mismo habrá que hacer con el diálogo interreligioso, sobre el que el Papa Francisco acaba de manifestar que «muchos piensan distinto, sienten distinto, buscan a Dios y encuentra a Dios de diversas maneras. En esta multitud, en este abanico de religiones, hay una sola certeza: todos somos hijos de Dios».
Este es el género de actitud que puede cambiar muchas derivas peligrosas. Todos los líderes religiosos tienen que aceptar que las religiones no pueden seguir siendo la causa directa de la gran mayoría de los conflictos bélicos que está viviendo la humanidad. Tienen que asumir que ninguna religión puede justificar la violencia o el terrorismo y que deben luchar codo con codo para mejorar los grandes problemas de la humanidad. Ese hermanamiento cambiaría el signo de las cosas. Para que ello sea posible todas las confesiones deben empezar por perdonarse y respetarse mutuamente, reconociendo que para que una religión sea verdadera no es necesario que las demás sean falsas. «Todos somos hijos de Dios». Ahí estaría la clave de una nueva era histórica.
El mundo cristiano representa una religión minoritaria, pero es sin duda el grupo más influyente a nivel global. Tiene por ello que asumir una responsabilidad especial de apoyar sin reservas las ideas de un Papa llegado del fin del mundo para intentar cambiarlo, y en concreto para darle a la Iglesia católica una intensa vitalidad, una nueva grandeza, unos objetivos dignos. No podemos esperar otros quinientos años para hacer lo que hay que hacer.
Antonio Garrigues Walker / ABC