Eva y Pepe obtuvieron la nulidad y se casaron hace tres meses: «El Papa nos dijo: “Sé bien lo que habéis sufrido”»
Eva y Pepe se casaron por la Iglesia «porque quedaba bonito», y cada uno pasó por un fracaso matrimonial que acabó en divorcio. Con dos hijos cada uno, se casaron por lo civil y tras su conversión esperaron en abstinencia la nulidad. Compartieron lágrimas durante años, «pero mereció la pena. Dios es maravilloso»
Eva, Pepe, ¿de dónde venís? ¿Cuál es vuestra historia?
Eva: somos de esos que nuestra primera comunión fue la última. Nos alejamos de la Iglesia, cada uno por su lado, y vivimos la vida que propone la sociedad hoy, el divertirse, el placer, muy mundanos. En determinado momento, nos casamos por la Iglesia, porque tocaba, porque quedaba bonito. Pero sin Dios las cosas no salen bien. No eran las personas que Dios tenía pensadas para nosotros.
Pepe: A mí me casó un cura divertido y original, en una iglesia bonita. Ni siquiera hice el cursillo prematrimonial.
E.: Yo sí lo hice, pero me tomaba a chufla lo que escuchaba allí. Nos hablaban del perdón, de cosas que yo no compartía.
P.: Yo tuve dos hijos, pero me divorcié a los cuatro años de casarme.
E.: Yo también tuve dos hijos, y aguanté nueve.
¿Y cómo acabasteis juntos después?
E.: Nos conocimos en el trabajo. Casualmente, yo estaba presente el día en que Pepe hablaba con una amiga sobre unos regalos que estaban pidiendo para una ONG. Me impliqué yo también y acabamos viajando juntos al Amazonas para repartir un contenedor entero lleno de juguetes, libros, gafas y un montón de cosas.
P.: Acabamos creando nosotros una ONG con muchos proyectos. Nuestra amistad de trabajo nos llevó a algo más y así surgió nuestra relación. Al final nos casamos civilmente. «Buscareis la manera de casaros por la Iglesia», nos decían, pero eso no se nos pasaba por la cabeza para nada.
E.: Teníamos pensado irnos de luna de miel a Tailandia, pero de pronto no sé qué pasó que la tarde antes de pagarlo le dije: «Vámonos a Tierra Santa». Ni yo misma sabía por qué había propuesto eso, pero esa misma noche contratamos el viaje.
P.: Nosotros estábamos alejados de la Iglesia, no sabíamos nada. Pensábamos que íbamos a un viaje de turismo, pero resulta que nos metimos en una peregrinación que llevaban los franciscanos. Todos a nuestro alrededor querían ir a Misa todos los días, y nosotros pensábamos: «Madre mía, ¿dónde nos hemos metido?». Para aparentar, no contamos nuestra situación ni que teníamos dos hijos cada uno.
E.: Eso sí, fuimos a todas las misas, renovamos nuestro Bautismo en el Jordán, las promesas matrimoniales en Caná… ¡El pack completo!
P.: Ahí el corazón nos empezó a cambiar. El día que fuimos al Muro de las Lamentaciones, había que escribir una nota para meter entre las piedras. ¿Qué pedimos? Y al final escribimos: que nuestros hijos tengan la fe que nosotros no hemos tenido, que nos podamos casar por la Iglesia algún día… Eran cosas inimaginables hacía unos pocos días.
E.: Volvimos del viaje completamente distintos.
P.: Yo no sabía ni el Padrenuestro, pero en el viaje nos dieron un libro de oraciones, que usábamos en familia al llegar a España. Las niñas nos decían: ¿Pero qué os ha pasado a vosotros? Teníamos mucha necesidad de buscar. Nos cambió mucho la vida. Queríamos empaparnos de todo, hicimos cursos de oración, fuimos a los Encuentros matrimoniales, tocábamos en el coro de la parroquia, hicimos el master de Juan Pablo II, fuimos a Medjugorje… Queríamos recuperar esos 30 años que teníamos perdidos.
E.: mucha gente nos dice que como es posible que en tan solo una semana, los dos a la vez, viviéramos esa conversión. Nosotros tenemos una teoría: al año siguiente de casarnos fuimos de nuevo a la Amazonia y nos encontramos a una monja a la que habíamos ayudado, y muy emocionada nos contó que había rezado mil rosarios por nosotros.
Vosotros seguíais casados por la Iglesia y divorciados civilmente…
P.: Lo de la nulidad pensábamos que era muy caro y solo para los famosos. Pero un día fuimos a una charla de un sacerdote sobre este tema, y nos animó mucho porque no lo pintó muy difícil si había motivos para pedirla. Empezamos el proceso; el de Eva fue de dos años, pero el mío acabó durando seis años y medio. Cuando lo iniciamos, renunciamos a comulgar hasta arreglar nuestra situación.
E.: No se nos pasaba renunciar a la abstinencia de relaciones. Teníamos nuestros hijos, y no entendíamos que la Iglesia nos propusiera vivir así. Nos parecía muy retrógrado que se nos pudiera eso.
P.: Fue un calvario, porque mi nulidad tardó en resolverse seis años y medio. Hemos comprobado que no hay mucha gente bien preparada en el tema de las nulidades. Se tomaban mucho tiempo innecesario, y no seguían a fondo cada caso.
E.: Yo me sentía muy triste. Veía que necesitaba una confesión. Me llegué a sentir discriminada, deseaba tanto comulgar y yo me quedaba sentada en el banco llorando. Tenía mucho dolor, porque el proceso se alargaba mucho. Por un lado, yo me negaba a vivir en abstinencia, pero por otro necesitaba confesarme y comulgar. Me aplastaba el pecado. Pero Pepe decía que por ahí no pasaba. Yo le decía al Señor: Yo te lo ofrezco, y a Pepe te lo dejo en tus manos. Y el Señor nos dio respuesta a lo que parecía imposible: en Semana Santa fuimos a un monasterio a vivir la Pascua, pero la monja que nos alojó conocía nuestra situación y nos dijo que no podíamos dormir juntos.
P.: A mí me sacó a una caseta metálica en el jardín. Tenía un enfado… «Nos vamos, yo aquí no me quedo. Como se está pasando la Iglesia con nosotros, además de lo de la nulidad», pensaba todo el rato.
E.: Pero uno de esos días pudimos hablar con el sacerdote que presidía las celebraciones. Estuvimos tres horas y Pepe ya era otra persona.
P.: Nos dio mucho, nos contó su vida, cómo se convirtió.
E.: Yo dije: Ahora o nunca, se lo voy a decir. Y le expliqué a Pepe todo mi dolor y sufrimiento, y dijo: «Si tú lo estás pasando así…». Juntos hemos aprendido que el matrimonio es una donación, y es anteponer el bien del otro a nosotros mismos. Yo me di cuenta de que no le ayudaba ni le santificaba haciéndole pecar y teniendo relaciones con él.
P.: Porque yo creía que me iba a morir, que me iba a doler todo.
¿Y qué pasó después?
E.: Hicimos una confesión general, que fue la primera desde la primera comunión, y comulgamos. Fue algo precioso. Vimos el efecto de los sacramentos. A partir de ahí empezamos a vivir en la misma casa pero como hermanos, sin relaciones. Mereció la pena.
P.: Y también a partir de entonces la nulidad empezó a desatascarse. Es que no podíamos estar pidiéndole al Señor la nulidad y darle patadas por otro lado.
E.: Yo pensaba: «El Señor no nos da la nulidad por algo». Pedíamos una familia cristiana, la fe para nuestros hijos, pero luego por detrás estábamos poniendo unos pilares de pecado. Pero poco a poco, sin forzar, el Señor nos fue llevando. Nos pusimos en sus manos y Dios no se dejó ganar en generosidad.
P.: Empezamos a vivir con una una paz, y teníamos mucha más unión entre nosotros. Un simple abrazo o mirarnos a los ojos tenía mucha fuerza. Aprendí a quererla de otra manera más profunda, a respetarla. Nos sentíamos muy unidos. Estábamos viviendo algo que nos parecía imposible.
E.: Y pensar que con 40 y pico años, con mi vida anterior, iba a tener a alguien a mi lado que me demostrase ese amor, abstenerse por mí… Y de cara al Señor también vimos que nos había preparado poco a poco, no nos ha dejado hacerlo de cualquier modo. Ha sido un año y medio de abstinencia muy bonito.
Y al fin pudisteis comulgar…
E.: Por fin llegó ese momento, tan amados que nos hemos sentido en ese camino. La tarde en que recibimos al señor invitamos a los más cercanos, a los que nos habían acompañado ese tiempo, la monja que nos dijo que durmiéramos separados… Acabamos todos llorando, de rodillas en el suelo tomando la comunión. Estábamos muy felices. Pero los días siguientes, los feligreses de la iglesia a la que íbamos habitualmente se le echaron encima al cura porque nos veían comulgar, y el cura no se puso de nuestro lado. «Cuando me traigáis los papeles hablamos», nos dijo. Nos sentíamos como si la Iglesia nos estuviera dando la patada, como si molestáramos. Acabamos yendo a Misa a una residencia de ancianos y allí comulgábamos, cantábamos las canciones para los ancianos, nos recibieron muy bien.
P.: También conocimos sacerdotes que nos ofrecían la comunión sin problemas: «Dejaos de tonterías», nos decían. Pero nosotros les decíamos que queríamos pertenecer a esta Iglesia, no a una Iglesia a nuestra medida. Siempre hemos estado firmes, no nos queríamos apuntar a los mormones.
Finalmente, yo recibí mi sentencia de nulidad y el 31 de julio de este año nos casamos. Ya no era la primera boda, así que invitamos sólo a nuestro círculo. No fue un bodorrio como se suele hacer.
E.: los preparativos fueron muy emocionantes. Por fin ha llegado el momento después de tantos años. Fue tan bonito ese camino que Dios nos había preparado… Del mal, Dios saca un bien. Da igual lo que hayas hecho antes, Dios es maravilloso, acoge y perdona siempre, y merece la pena el camino que te propone. Me puedo morir hoy mismo que no pasa nada.
La boda fue algo muy íntimo, lo que importa fue el sacramento en sí. El obispo de Alcalá nos abrió el palacio arzobispal para poder casarnos allí. Y sólo pedimos como regalo de Bodas un plato cocinado con amor para poder compartir entre todos.
Y creo que hasta pudisteis conocer al Papa Francisco.
E.: Ese fue un regalo del Señor maravilloso. El sacerdote que nos casó nos regaló acceder a una audiencia de los miércoles con el Papa, junto un montón de parejas de recién casados. Y justo el día que viajamos a Roma, el Papa lanza los Motu proprios para agilizar las nulidades. Allí, entre 30.000 personas, no teníamos esperanza en verle, pero cuando acabó la audiencia llegó a nuestra altura y le dije: «Queremos aprovechar para darle las gracias por las noticias de las nulidades, nosotros hemos sufrido dos nulidades y al final nos hemos podido casar». Él bajó los ojos y la cabeza, se hizo un silencio de unos segundos, y nos dice: «Os confieso que he puesto este tema encarecidamente delante del Señor y he recibido de Él que tenía que dar esta noticia, porque sé que está causando mucho dolor y sufrimiento. ¿Cuánto tiempo habéis esperado?». Contestamos: «Seis años y medio». Y nos dijo: «Yo sé lo que habéis sufrido», y nos pidió tres veces: «Rezad mucho por mí».
P.: Yo creo que se sintió aliviado y apoyado. Fue muy bonito.
¿Qué pediríais a la Iglesia ahora, después de lo que habéis pasado?
E.: La reacción del padre del hijo pródigo cuando vuelve a casa es alegrarse y dar una fiesta. La gente de Iglesia tiene que secundar la acción de ese padre, no pueden ser el hijo mayor, que en realidad no conoce el amor del Padre.
E.: Animarles, decirles que no es imposible, que muchos matrimonios son nulos, que se casan sólo porque queda bonito. Muchos que podrían volver a la Iglesia no tienen por qué estar apartados. Que se pongan en manos de Dios y de la Iglesia. Y animarlos a vivir en abstinencia mientras llega el momento, que la Iglesia no es retrograda, que lo que propone tiene un sentido, que te quita del pecado y te acerca a Dios.
¿Algo más?
E.: Lo más importante: no tendríamos que hablar de todo esto si el sacramento del matrimonio se preparara bien. Un cursillo de tres días no sirve, cuando para ser sacerdote o para recibir la comunión y la confirmación te preparan durante años. Con amarse no es suficiente, hay que estar formados. Porque con una separación se sufre mucho, todo el mundo llora, los esposos, los padres, los hijos…, todo eso pasa factura.
P.: La gente va al cursillo con la fecha de boda puesta. Pero no nos podemos casar a la ligera. Hace falta que la Iglesia se implique a tope ahí. Las familias están rompiéndose.