Introducción
Carta apostólica Novo millennio ineunte, del Sumo Pontífice Juan Pablo II al episcopado, al clero y a los fieles, al concluir el Gran Jubileo del año 2000
A los obispos, a los sacerdotes y diáconos, a los religiosos y religiosas y a todos los fieles laicos:
1. Al comienzo del nuevo milenio, mientras se cierra el Gran Jubileo en el que hemos celebrado los dos mil años del nacimiento de Jesús y se abre para la Iglesia una nueva etapa de su camino, resuenan en nuestro corazón las palabras con las que un día Jesús, después de haber hablado a la muchedumbre desde la barca de Simón, invitó al Apóstol a remar mar adentro para pescar: Duc in altum (Lc 5, 4). Pedro y los primeros compañeros confiaron en la palabra de Cristo y echaron las redes. Y habiéndolo hecho, recogieron una cantidad enorme de peces (Lc 5, 6).
¡Duc in altum! Esta palabra resuena también hoy para nosotros y nos invita a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro: Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre (Hb 13, 8).
La alegría de la Iglesia, que se ha dedicado a contemplar el rostro de su Esposo y Señor, ha sido grande este año. Se ha convertido, más que nunca, en pueblo peregrino, guiado por Aquel que es el gran Pastor de las ovejas (Hb 13, 20). Con un extraordinario dinamismo, que ha implicado a todos sus miembros, el Pueblo de Dios, aquí en Roma, así como en Jerusalén y en todas las Iglesias locales, ha pasado a través de la Puerta Santa que es Cristo. A Él, meta de la Historia y único Salvador del mundo, la Iglesia y el Espíritu Santo han elevado su voz: Marana tha – Ven, Señor Jesús (cf. Ap 22, 17-20; 1 Co 16, 22).
Es imposible medir la efusión de gracia que, a lo largo del año, ha tocado las conciencias. Pero ciertamente, un río de agua viva, aquel que continuamente brota del trono de Dios y del Cordero (cf. Ap 22, 1), se ha derramado sobre la Iglesia. Es el agua del Espíritu Santo que apaga la sed y renueva (cf. Jn 4, 14). Es el amor misericordioso del Padre que, en Cristo, se nos ha revelado y dado otra vez. Al final de este año podemos repetir, con renovado regocijo, la antigua palabra de gratitud: Cantad al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia (Sal 117, 1).
2. Por eso, siento el deber de dirigirme a todos vosotros para compartir el canto de alabanza. Había pensado en este Año Santo del dos mil como un momento importante desde el inicio de mi pontificado. Pensé en esta celebración como una convocatoria providencial en la cual la Iglesia, treinta y cinco años después del Concilio ecuménico Vaticano II, habría sido invitada a interrogarse sobre su renovación para asumir con nuevo ímpetu su misión evangelizadora. ¿Lo ha logrado el Jubileo? Nuestro compromiso, con sus generosos esfuerzos y las inevitables fragilidades, está ante la mirada de Dios. Pero no podemos olvidar el deber de gratitud por las maravillas que Dios ha realizado por nosotros. Misericordias Domini in aeternum cantabo (Sal 88, 2).
Al mismo tiempo, lo ocurrido ante nosotros exige ser considerado y, en cierto sentido, interpretado, para escuchar lo que el Espíritu, a lo largo de este año tan intenso, ha dicho a la Iglesia (cf. Ap 2, 7.11.17 etc.)
3. Sobre todo, queridos hermanos y hermanas, es necesario pensar en el futuro que nos espera. Tantas veces, durante estos meses, hemos mirado hacia el nuevo milenio que se abre, viviendo el Jubileo no sólo como memoria del pasado, sino como profecía del futuro. Es preciso ahora aprovechar el tesoro de gracia recibida, traduciéndola en fervientes propósitos y en líneas de acción concretas. Es una tarea a la cual deseo invitar a todas las Iglesias locales. En cada una de ellas, congregada en torno al propio obispo, en la escucha de la Palabra, en la comunión fraterna y en la fracción del pan (cf. Hch 2, 42), está verdaderamente presente y actúa la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica[1]. Es especialmente en la realidad concreta de cada Iglesia donde el misterio del único Pueblo de Dios asume aquella especial configuración que lo hace adecuado a todos los contextos y culturas.
Este encarnarse de la Iglesia en el tiempo y en el espacio refleja, en definitiva, el movimiento mismo de la Encarnación. Es, pues, el momento de que cada Iglesia, reflexionando sobre lo que el Espíritu ha dicho al Pueblo de Dios en este especial año de gracia, más aún, en el período más amplio de tiempo que va desde el Concilio Vaticano II al Gran Jubileo, analice su fervor y recupere un nuevo impulso para su compromiso espiritual y pastoral. Con este objetivo, deseo ofrecer en esta Carta, al concluir el Año Jubilar, la contribución de mi ministerio petrino, para que la Iglesia brille cada vez más en la variedad de sus dones y en la unidad de su camino.