William T. Cavanaugh: «Buscar a Dios trae redención a un mundo que sufre»
El teólogo de EE. UU. explora en su último libro, Migraciones de lo sagrado, la idolatría moderna al Estado-nación y anima a los cristianos a resistirse
En una entrevista en Alfa y Omega, el filósofo francés Fabrice Hadjadj negó la existencia de una cultura cristiana. Usted ve la Iglesia como algo «parecido a una cultura universal». ¿Existe la cultura cristiana?
Debo reconocer que la palabra cultura tiene sentidos diversos. Llamo cultura a la Iglesia para evitar que sea pensada como un estado. Uso esa palabra porque tiene asociadas prácticas materiales, no solo creencias e ideas. A veces pensamos en el encuentro cristiano con las culturas (inculturación) en términos de algo inmaterial que toma forma material en las culturas. Pero el cristianismo tiene sus prácticas materiales. Ese proceso es siempre una mezcla cultural, no solo la encarnación del Evangelio.
¿Podría poner un ejemplo?
Cuando el misionero Donovan fue con los masai quiso adoptar su cultura. Pero para ellos, mujeres y hombres no pueden comer juntos, y pretendían una Eucaristía segregada. Donovan exigió que la celebrasen juntos; era una práctica innegociable. La cultura masai debía cambiar para acomodarse a la cultura cristiana. Análogamente, la cultura occidental con sus prácticas capitalistas debe acomodarse al Evangelio. El Evangelio implica prácticas materiales, también económicas, no solo creencias. Por eso me sirvo de la palabra cultura, aunque no sé si es la más adecuada.
¿Debe oponerse la Iglesia al Estado para abrir espacios propios?
El Estado-nación promueve algunos bienes y no carece por completo de virtudes cívicas, por lo que formas ad hoc de cooperación con él pueden ser útiles. El problema es cuando se presenta como totalidad de nuestra vida común, como eje de todas nuestras relaciones. Por eso propongo —con Benedicto— «una autoridad política repartida y que ha de actuar en diversos planos» y «el desarrollo de otras instancias políticas no estatales, de carácter cultural, social, territorial o religioso». Por tanto, no hay necesariamente oposición y batalla, sino promoción de prácticas y comunidades locales no estatales, en cooperación con no cristianos.
Cuesta imaginar una política no estatal.
Yo uso la imagen de Ariadna en Naxos, de Strauss. En esta ópera un rico ofrece un espectáculo en su casa, donde se representaría una tragedia basada en Ariadna, seguido de una comedia, y acabaría con fuegos artificiales. Comenzada la tragedia, para dar más tiempo a los fuegos artificiales, el anfitrión da paso a los comediantes en el mismo escenario; estos transforman la tragedia al entrar en ella: en lugar de anhelar la muerte, Ariadna encuentra un nuevo amante y renueva su vida. La Iglesia es esta compañía de comediantes. Existe un solo drama; no hay un escenario religioso separado. Pero ella no intenta adueñarse del escenario; más bien, trabaja con otros para tratar de desviar la tragedia de la historia, en la que buscar a Dios trae redención a un mundo que sufre. La Iglesia no debe adquirir espacios. El Reino de Dios no es tanto espacial, sino más bien un proceso temporal. Como dice el Papa, «el tiempo es superior al espacio».
¿Qué papel político juega la Eucaristía?
La Eucaristía es un tipo de actuación que genera otro tipo de cuerpo, el de Cristo. Como cuerpo de nuestro Señor crucificado, sabemos que no podemos evitar toda muerte y riesgo, y al mismo tiempo nos pertenecemos unos a otros y debemos tratar de aliviar el sufrimiento de los más débiles entre nosotros. Como dice san Pablo, cuando uno sufre, todos sufren juntos, y cuando uno se alegra, todos se alegran. Esto es lo que llamo «política de la vulnerabilidad».
¿La atención a los pobres es un espacio común (una misma cena), y no una labor asistencial?
Que la iglesia deba ser más que una ONG no significa que la asistencia no sea importante y necesaria. Pero la meta de una economía justa va más allá de la caridad, hacia el destino común de la propiedad. No pretendo abolir la propiedad privada, pero —como escribió Juan Pablo II— «sobre ella se grava “una hipoteca social”, es decir, posee, como cualidad intrínseca, una función social fundada y justificada precisamente sobre el principio del destino universal de los bienes». La Iglesia no debe solo ayudar a las víctimas del sistema capitalista, sino hacerlo más humano.
Usted prefiere proponer ejemplos prácticos y no un sistema. ¿Son las prácticas la única vía?
En Ser consumidos descarté la intervención del Estado en el mercado. Ojalá no lo hubiera hecho. Aunque creo que el Estado y el mercado están entrelazados y no se oponen, a veces la intervención estatal puede ser útil. Con todo, sí pienso en términos de prácticas concretas en vez de sistemas, porque estos parecen evocar un destino inexorable. Pero un sistema lo forman nuestras prácticas como consumidores, empresarios… Un cambio depende de un cambio del corazón y de las prácticas concretas. Los ejemplos inspiran para luchar contra la injusticia y dar testimonio del Reino.
William T. Cavanaugh
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