Vasily Kandinsky: la abstracción como espiritualidad - Alfa y Omega

Vasily Kandinsky: la abstracción como espiritualidad

Para él, el arte no debe depender de la representación figurativa del mundo, sino que debe buscar una conexión más profunda con el interior del hombre. Las emociones no tienen por qué imitar la realidad

Antonio R. Rubio Plo
'Sagrada Comunión' (detalle). Galería Municipal Lenbachhaus, Múnich (Alemania)
Sagrada Comunión (detalle). Galería Municipal Lenbachhaus, Múnich (Alemania). Foto: Galería municipal en la Lenbachhaus y edificio de arte en Múnich, Fundación Gabriele Münter 1957.

El 13 de diciembre de 1944 moría el pintor Vasili Kandinsky en Neuilly sur Seine, en la periferia de París, donde vivía desde 1933. Es uno de los grandes representantes del arte abstracto. Para algunos ese arte es sinónimo de deshumanización y para otros el culmen de las vanguardias. Sin embargo, es un enamorado de la belleza, un pintor de la espiritualidad, un hombre de búsqueda vital y artística. Su abstracción no es arbitraria ni un fin en sí mismo: expresa la búsqueda continua e inagotable de un significado espiritual. 

El 80 aniversario de su muerte ha coincidido prácticamente con el de la liberación de París, el 25 de agosto de 1944. Fue el final de un tiempo difícil para un pintor que unos años antes había escogido la capital francesa como un destino provisional, que resultó definitivo. Bajo la ocupación nazi Kandinsky, que tuvo años atrás la nacionalidad alemana, podía correr un serio riesgo. Sus obras habían sido confiscadas por el régimen por tratarse de «arte degenerado» y tuvo que escoger el exilio. Sin embargo, no fue excesivamente molestado; aunque vivió una situación de aislamiento, pues las galerías de arte no apreciaban su pintura. Aunque no hubiera estallado la guerra, París, donde dominaban Picasso y los surrealistas, le había cerrado sus puertas. Pese a la situación de desgaste físico y emocional, acentuado con la muerte de su esposa Nina, prosiguió su actividad creadora desde su apartamento taller del número 18 de la Avenue du Parc, en Neuilly, a orillas del Sena. Desde el sexto piso de su edificio, su ventana estuvo abierta a los contrastes de la luz de París y a su mundo interior. En 1937 escribía a un amigo: «A través de la ventana de mi taller se ve una luz preciosa, una armonía de grises con suaves toques de color intenso».

Vasili Kandinsky, nacido en Moscú en 1866 en una familia acomodada, había sido destinado por su padre a los estudios de Derecho. Los cursó brillantemente y llegó a ser profesor en las universidades de Moscú y de la ciudad estonia de Tartu. Sin embargo, en 1895 dos hechos cambiaron su vida: una exposición de impresionistas franceses en Moscú, en la que destacaba Monet, y una representación de la ópera Lohengrin, de Wagner. Lo que despertó la sensibilidad de Kandinsky fueron los montones de paja plasmados por el francés, en una serie casi interminable de perspectivas y colores, y las pretensiones del compositor alemán de lograr en el escenario una obra de arte total. Abandonó la universidad para dedicarse a la pintura y se estableció en Múnich, capital de la vanguardia expresionista. Más tarde, al triunfar la revolución de 1917, Kandinsky creyó equivocadamente que el régimen comunista sería un protector de las nuevas tendencias artísticas y volvió a Rusia, donde hizo una labor misionera en la difusión del arte. Pero los bolcheviques persiguieron a las vanguardias artísticas e impusieron el realismo socialista estaliniano. La consecuencia fue un nuevo exilio en Alemania. Llegó a ser profesor de la Bauhaus, aunque la ascensión del nazismo le obligó a huir a Francia.

'Cristo crucificado', detalle (1911). Subastado por Christie’s en 2010. A la derecha: Durante su primera etapa en Alemania fundó el grupo de artistas Der Blaue Reiter
Cristo crucificado, detalle (1911). Subastado por Christie’s en 2010. Foto: wassilykandinsky.net. A la derecha: Durante su primera etapa en Alemania fundó el grupo de artistas Der Blaue Reiter. Foto: Wikimedia Commons.

Una vida agitada la de Kandinsky, pero siempre con una perdurable fidelidad a los principios expresados en su libro Lo espiritual en el arte (1910), donde afirma que el arte no debe depender de la representación figurativa del mundo exterior, sino que debe buscar una conexión más profunda con lo espiritual y lo interior del ser humano. Las emociones y los estados espirituales no tienen por qué imitar la realidad física. Pone un ejemplo que da que pensar: un pintor no creyente representa la crucifixión de Cristo. Podría hacerlo de un modo convencional, aunque la escena no sería necesariamente ejemplo de espiritualidad. Para Kandinsky, lo esencial es que el artista sea capaz de pintar una obra para transmitir lo espiritual y lo emocional de la escena, que pueda enlazar con temas universales como el sacrificio, el sufrimiento y la redención.

Kandinsky no construye en el vacío. Construye sobre la forma y el color, considerados en sí mismos. Esto explica que llegara a asociar ciertos colores con emociones o estados espirituales: el amarillo con lo agresivo y perturbador, con la irracionalidad. El amarillo puede expresar una sensación de dinamismo, pero es una tonalidad que encarna el deseo de posesión y lo mundano. En contraste, el azul simboliza la calma y la serenidad. Es un color que evoca el infinito, lo místico y lo divino. El color de esa perpetua búsqueda que fue la vida del artista.