Un sacerdote madrileño ingresado por coronavirus contaba cómo se sentía sostenido por la fe de la Iglesia, esa fe que ella profesará indefectiblemente hasta el final de los tiempos, que es la fe concreta y cotidiana de tantos cristianos de la puerta de al lado. Privado como estaba de tantas cosas preciosas (la celebración de la Misa, la compañía de los amigos, la comunidad), este sacerdote concluía su mensaje proclamando el regalo que supone pertenecer a la Iglesia: «Estar en comunión de verdad unos con otros, agarrados a la mano de Nuestra Madre del Consuelo, que nos lleva». Mientras unos hablan con notable frivolidad de que la Iglesia «echa el cierre», o se irritan con violencia por la decisión de suspender el culto público, achacada a supuesta cobardía o cesión ante los poderes del mundo, un hombre postrado y con respirador canta la maravilla de pertenecer a la Iglesia. Los primeros se arrogan el papel de jueces, capaces de establecer quién tiene fe y quién es pancista o cobarde, y lógicamente respiran violencia; el segundo se reconoce hijo, totalmente dependiente de una gracia que no se merece ni se conquista, vinculada a un lugar carnal en el que pueden reconocerse siempre las limitaciones humanas, pero atravesadas por el poder y la misericordia de Cristo. Y por eso este último, enfermo y debilitado, vive de una esperanza invencible que nada le puede arrebatar.
En estas semanas, en que se nos pide ayunar de bienes tan preciados, podemos entender mejor qué significa vivir de la Iglesia y en la Iglesia. Y cuanto más echamos de menos la expresividad carnal de su compañía en nuestro confinamiento, más entendemos la raíz de la que nacen sus gestos y sus obras, y más necesitados nos sentimos de su mano materna para entrar sin pavor en la tormenta. Por eso fue impresionante contemplar al Papa solo, casi desvalido, subiendo las escaleras hacia la basílica que recuerda la fe pétrea de aquel pescador galileo, para plantarse con la cabeza inclinada ante el Crucificado y rogarle por nuestro pobre mundo, por el que se dio sin reservarse una gota de sangre. Fuimos millones los que nos reconocimos junto a Pedro, débiles y asustadizos, pero al mismo tiempo arraigados en la fe rocosa que ha desafiado a la peste y a los bárbaros a lo largo de los siglos. No se trata de integrarnos en un club sino de pertenecer a un Cuerpo. Y cuando todo se tambalea comprendemos que de ese pertenecer depende la salvación de nuestra vida. Vivir de la Iglesia, en lugar de pretender juzgarla.