Vidas contracorriente - Alfa y Omega

Vidas contracorriente

El misionero que, por amor a los más marginados, se sometió a la lepra en una isla lejana; y el misionero que, en su propia tierra, combatió la secularización: el padre Damián y el padre Francisco Coll serán canonizados el próximo 11 de octubre, junto al Hermano Rafael Arnáiz, sor Marie de la Croix Jugan y el obispo polaco Zygmunt Felinski. Todos vivieron para impregnar su época, el siglo XIX, de Cristo. Cinco vidas vividas a contra corriente

Redacción
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Beato Francisco Coll, OP, fundador de las Dominicas de la Anunciata: «Perfecto imitador de santo Domingo»

Del padre Francisco Coll y Guitart, «el mejor elogio que hicieron fue que había sido un perfecto imitador de Cristo y de santo Domingo». Es la conclusión del padre dominico Vito Gómez, postulador de la Causa de canonización de este dominico español del siglo XIX, nacido en Gombrèn (Gerona). Durante 40 años –tras las desamortizaciones anticlericalistas–, no pudo ni vivir en un convento, ni vestir el hábito blanco y negro con el que se le representa; pero, como su fundador, fue un auténtico predicador itinerante, además de devoto y apóstol del Rosario.

Cuando, en 1835, se cerraron casi todos los conventos de España, 33.000 religiosos se quedaron en la calle; algunos, en comunidades clandestinas, pero la mayoría dispersos. Muchos seminaristas se fueron a las misiones, vía Roma. Francisco Coll, que tenía 23 años y todavía era diácono, se quedó y fue ordenado sacerdote al año siguiente, incumpliendo la ley, con el riesgo que ello implicaba. Esperaban –narra el padre Gómez– «que los conventos se reabrieran de un momento a otro». No sucedió, por lo que, siguiendo las consignas del Papa y de sus superiores, ofreció sus servicios al obispo de Vic. Tras una breve estancia en dos parroquias, no tardó en implicarse en la Hermandad Apostólica que había organizado san Antonio María Claret. Pronto le llamaban de toda Cataluña.

La Providencia se sirvió de él para paliar la misma situación de la que era víctima. El padre Gómez recuerda la «descristianización tan profunda» que vivía España, por la «fuerza con la que habían entrado» las ideas de la Ilustración, que se reforzaron durante la ocupación napoleónica y el Trienio Liberal (1820-1823) de Fernando VII. Las frecuentes guerras civiles agravaban la situación. Con cierta frecuencia, en sus predicaciones, el padre Coll se encontraba con gente que no había pisado una iglesia en décadas. Su labor era, pues, casi una evangelización desde los cimientos.

Empezaba cada Misión con Ejercicios espirituales para el clero local, que luego colaboraba con él. Predicaba sobre todo en centros de población importantes, y la gente acudía de los pueblos vecinos, haciendo horas de camino y esperando varios días para confesarse con él. Conseguía, según el padre Gómez, una respuesta «verdaderamente admirable», un auténtico cambio de costumbres. «Fue -añade- un profeta que caló muy hondo» en su intento de construir una nueva sociedad cristiana. No le faltaban las dotes de un gran predicador –llegaron a escucharle 15.000 personas a la vez–; pero, más allá de estos dones, «la clave de su éxito fue la autenticidad de su vida cristiana».

ón no bastaba si no se consolidaban los frutos. De ello se debían encargar las Hermanas Dominicas de la Anunciata, que fundó en 1856 para la formación de chicas con pocos recursos; aunque, durante su vida, el anticlericalismo –reavivado en 1868– lo hizo muy difícil. Cuando murió, en 1875, faltaban aún 25 años para su reconocimiento oficial como congregación. El padre Gómez ve en Francisco Coll un ejemplo «de gran actualidad», pues se enfrentó, con gran «serenidad y firmeza», a una situación que «nunca ha desaparecido» por completo. Estaba convencido «de que sólo el cristianismo puede aportar una camino de liberación».

María Martínez López

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Beata Jeanne Jugan, fundadora de las Hermanitas de los Pobres: Pequeñez en todo

Tenía 47 años cuando, una tarde de invierno de 1839, acogió en su apartamento y cedió su cama a una anciana ciega y medio paralítica. Por fin, la francesa Jeanne Jugan encontró esa vocación que intuía desde joven; la que la había llevado a decir a su madre: «Dios me guarda para una obra que aún no está fundada». A esa primera anciana siguieron una segunda, una tercera… y nacieron las Hermanitas de los Pobres, inspiradas en la espiritualidad de la Orden Tercera del Corazón de la Madre Admirable, a la que Jeanne pertenecía, y de los Hermanos de San Juan de Dios.

Jeanne (con el nombre de sor Marie de la Croix) fue elegida Superiora por sus tres primeras compañeras, pero, en 1843, sólo año y medio después, fue relegada. Comenzaba una larga época de ocultamiento: incluso se falsificaron los orígenes de la congregación y, en 1852, sor Marie de la Croix fue llamada de vuelta a la Casa Madre, y tuvo que dejar toda su actividad.

Hasta su muerte, en 1879, aceptó todo con fe y humildad, convencida de que era para el bien de la congregación. Pasaba sólo por ser una de las primeras Hermanitas, pero eso no le impidió ser un referente y transmitir el carisma de la Orden a las postulantes y novicias con las que convivía. Sólo en 1902 se desveló que ella había sido la fundadora. Hoy, su obra cuenta con 2.700 Hermanitas y 2.000 laicos asociados que, en los cinco continentes, atienden a más de 13.000 personas.

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Beato Damián de Molokai: Un leproso voluntario

Después del revuelo que causó, hace unos meses, la placa en honor a la Madre Maravillas, resulta aún más llamativo que, en diciembre de 2005, en la Bélgica laica, los belgas eligieran al padre Damián de Molokai como «el belga más grande de todos los tiempos». Los méritos de este sacerdote, misionero en una remota isla de Hawai, fueron, ni más ni menos, que entregarse por completo al cuidado de los más excluidos de su tiempo: los leprosos.

Jozef Van Veuster nació en Tremeloo, Bélgica, el 3 de enero de 1840, y a los 20 años decidió ingresar en la Orden religiosa de los Sagrados Corazones. El ejemplo de san Francisco Javier despertó en Damián (nombre que había elegido para sí tras su entrada en la Orden) el espíritu misionero. Providencialmente, la enfermedad de otro religioso hizo que recayese sobre él un lejano destino para la misión: Hawai. Y hacia aquella isla zarpó en 1863. Poco después de llegar, fue ordenado sacerdote, y ya como presbítero conoció de primera mano la realidad de la lepra. Esta incurable enfermedad amenazaba con convertirse en epidemia, y por eso los leprosos eran desterrados a la pequeña isla de Molokai, en la que reinaba la anarquía.

La ley establecía que quien arribase a aquel rincón de dolor y podredumbre ya no podría salir, para no propagar la enfermedad. De ahí que el obispo de Hawai, aunque preocupado por las almas de los enfermos, no se decidiera a mandar a ningún sacerdote. Sin embargo, al conocer la situación de Molokai, Damián solicitó al prelado ser enviado entre aquellos enfermos. «Sé que voy a un perpetuo destierro, y que tarde o temprano me contagiaré de la lepra. Pero ningún sacrificio es demasiado grande si se hace por Cristo», dijo a su obispo. Unos días más tarde ya estaba en Molokai.

El panorama que encontró fue desolador. La falta de medios había hecho del lugar una antesala del infierno: no había leyes, ni escuelas, ni hospitales; los enfermos agonizaban en cuevas oscuras e insalubres, o pasaban el tiempo entre cultivos, alcohol y peleas. La llegada del padre Damián fue un punto de inflexión. Construyó una capilla, una escuela, un hospital y varias granjas (los leprosos, con sus miembros casi pútridos, apenas podían levantar una vivienda por sí mismos). Además, estableció normas de higiene y emprendió una campaña internacional para recabar fondos, que comenzaron a llegar de todo el mundo. Pero lo que más le importaba era el alma de sus leprosos. Catequizaba puerta por puerta, los bautizaba, comía con ellos, fumaba en sus pipas, limpiaba sus pústulas y les saludaba dándoles la mano, para que no se sintiesen despreciados. Un día, metió accidentalmente el pie en un caldero de agua hirviendo, y no sintió dolor. Entonces lo comprendió: él también se había contagiado. «Señor, por amor a Ti y por la salvación de estos hijos tuyos, acepté esta terrible realidad. La enfermedad me irá carcomiendo, pero me alegra pensar que cada día que esté más enfermo, estaré más cerca de Ti», dejó escrito.

Junto a las ayudas internacionales, llegó un grupo de franciscanas, con las que empezó a compartir la misión pastoral. En vísperas de su muerte, con los miembros impedidos, escribió a su hermano: «Continúo siendo el único sacerdote en Molokai. Por tener tanto que hacer, el tiempo se me hace muy corto; pero la alegría del corazón que me prodigan los Sagrados Corazones hacen que me crea el misionero más feliz del mundo. El sacrificio de mi salud, que Dios ha querido aceptar para que fructifique un poco mi ministerio entre los leprosos, lo encuentro un bien ligero e incluso agradable». En 1889, el padre Damián, el leproso voluntario, cerró sus ojos, ya ciegos, por última vez. El mismo Gandhi dijo: «El mundo politizado y amarillista puede tener muy pocos héroes que se comparen con el padre Damián de Molokai. Es importante que se investigue por las fuentes de tal heroísmo». Ahora, el Patrono de los leprosos, los enfermos de sida y los enfermos incurables, subirá a los altares, después de que, en 2004, la ciencia declarase inexplicable la curación de un enfermo de cáncer terminal, que le había pedido su curación.

José Antonio Méndez

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Un obispo, cuatro fundadores y un fraile

El 11 de octubre próximo, además de los tres beatos retratados en estas páginas y del Hermano Rafael –de quien ya hablamos en el número anterior de Alfa y Omega–, también será canonizado monseñor Zygmunt Szcesny Felinski (1822-1895), obispo de Varsovia, y fundador de la Congregación de las Hermanas Franciscanas de la Familia de María, que vivió 20 años exiliado en Siberia. Asimismo, el 26 de abril próximo, tercer domingo de Pascua, serán canonizados sus contemporáneos italianos padre Arcangelo Tardini (1846-1912), fundador de la Congregación de las Hermanas Obreras de la Santa Casa de Nazaret, Gertrude (Caterina) Comensoli (1847-1903), fundadora del Instituto de las Hermanas del Santísimo Sacramento, y Caterina Volpicelli (1839-1894), fundadora de la congregación de las Siervas del Sagrado Corazón. Ese mismo día, la Iglesia reconocerá también la santidad del italiano Bernardo Tolomei (1272-1348), abad y fundador de la congregación de Santa María del Monte Oliveto, bajo la Regla de san Benito; y del carmelita portugués Nuno de Santa María Álvares (1360-1431).