Vida y deseo - Alfa y Omega

Se cumplen 25 años del estreno de Buena Vista Social Club, documental dirigido por Win Wenders acerca de la grabación en 1996 del mítico disco homónimo, producido por Ry Cooder. El ya en aquel momento mítico guitarrista y compositor de bandas sonoras tan icónicas como la de Paris, Texas (película del propio Wenders), gran conocedor de la escena musical africana, aceptó el encargo de realizar un álbum colaborativo entre músicos de Mali y de Cuba. Sin embargo, al llegar a La Habana para la grabación, un inesperado problema con los visados de los artistas malienses truncó de raíz el proyecto. Cooder se encontró de repente sin nada que hacer. Entonces, se acordó de unas canciones que, hacía muchos años, había escuchado en una casete que por casualidad había caído en sus manos y cuya memoria siempre conservó. Se trataba de un recopilatorio de temas de son cubano; versiones de los años 1940-1950 interpretadas por viejas glorias locales. Sin pensárselo mucho, decidió ir en su busca a ver si podía hacer algo con ellos.

Poco a poco, con cuentagotas, fueron apareciendo Ibrahim Ferrer (nacido en 1927), Rubén González (en 1919), Compay Segundo (en 1907), Omara Portuondo (en 1930)… todos llevaban décadas desaparecidos musicalmente, y algunos ni siquiera se habían acercado a un instrumento desde hacía años, habiéndose dedicado a otros menesteres —Ibrahim Ferrer, por ejemplo, trabajaba de limpiabotas en la calle—. La política cultural del castrismo había cerrado los clubes en los que tocaban (como el célebre Buena Vista que da título al álbum) y había proscrito la música que interpretaban tachándola de decadente e imperialista, en favor de la corriente oficial de la nueva troba. Pero cuando se reunieron en el estudio, junto con otros músicos más jóvenes, como Eliades Ochoa (nacido en 1946) y empezaron a tocar los casi olvidados sones, boleros, danzones y guajiras, se hizo la magia. Durante los seis días que Cooder permaneció en la isla, grabaron el famoso álbum y otros dos más, sin muchas expectativas comerciales.

Buena Vista Social Club, inesperadamente, se convirtió en un bombazo y fue uno de los fenómenos culturales más relevantes de 1997. Sin que nadie lo hubiera podido prever, un disco de vetustísimas canciones interpretado por auténticas reliquias andantes —a las que ya nadie recordaba y que hacía décadas que no actuaban en público—, no paró de sonar en las emisoras de radio y llenó los auditorios y salas de conciertos de todo el mundo, llegando a conquistar nada menos que el Carnegie Hall de Nueva York, el gran templo de la música contemporánea. La pasión y el arrojo de Ry Cooder, que se mantuvo en un discreto segundo plano durante las giras y presentaciones, rescató del olvido a unos artistas y unos géneros musicales que, paradójicamente, 40 años después de su proscripción, con los mínimos arreglos que introdujo el propio Cooder, sonaban radicalmente contemporáneos. Su increíble éxito dio el pistoletazo de salida al revival del latin jazz y a otros proyectos tan influyentes posteriormente como el de Calle 54 (documental de Fernando Trueba, 2000; posteriormente lanzado en formato disco) o Lágrimas negras (álbum de Bebo Valdés y El Cigala, 2003).

«La verdad del encuentro radica en que es de verdad. ¿Qué significa esto? Pues que es un encuentro vivo, una relación viva. […] El encuentro con el maestro es el encuentro con un testigo. El maestro es un testigo vivo de la vida. […] Un maestro cuyos ojos son vida y deseo», dice Josep Maria Esquirol en su bellísimo reciente ensayo, La escuela del alma (Acantilado, 2024). La música de Compay Segundo o de Rubén González, y la maravillosa tradición musical que encarnan, no han vencido la aparentemente infranqueable barrera del tiempo y del espacio —y la estúpida presunción de la ideología— a través de un programa pedagógico o una inteligente estrategia de marketing. Si sus canciones nos emocionan hoy ha sido gracias a la pasión de un hombre, Ry Cooder (un auténtico maestro en el sentido esquiroliano), enamorado de sus canciones, que ha tenido la osadía y la generosidad de registrarlas y hacérnoslas accesibles.

«Que el maestro esté apasionado por las cosas (un texto, un animal invertebrado, un teorema matemático, un mapa, un artilugio…) es lo que hace que pueda ayudar a su manifestación. El maestro debe estar apasionado por el mundo y debe amar a los otros […]. El maestro hace presente al mundo
—ayuda a hacer presente al mundo— y se hace presente a los otros», remacha Esquirol. No hace falta nada más, no es necesaria ninguna fórmula, ninguna reforma legislativa, ningún procedimiento técnico para resucitar en el presente todo lo valioso que el paso del tiempo ha relegado al olvido. Como lo expresaba tan bellamente ese otro genio cubano, el poeta José Martí: «Solo el amor engendra la maravilla / solo el amor consigue encender lo muerto».