¿Fue Sócrates el más sabio de todos los hombres? Así se lo auguró el oráculo. Sabía tanto como todo hijo de vecino; es decir, nonadas. Sin embargo, los superaba por tener claro precisamente eso, que nada sabía. Por eso nunca escribió nada, porque sobre lo que no se sabe no se podía escribir.
«Uno puede llegar hasta esos umbrales de la verdad que son el asombro, la fe, la belleza… pero más allá de esos umbrales siempre nos aguardará la oscuridad», escribió José Mateos en El ojo que escucha. En él combatía socráticamente los engaños de nuestro tiempo, que creen haber vencido la opacidad del mundo. Pero de esa oscuridad nada nos decía, y parecía que nada nos podía decir.
Este año, sin embargo, lo ha dicho. Le ha parecido que lo que no sabía era tratable, que era posible escribir un Tratado del no sé qué: «Lo que mi asombro entrevé de ese misterio, lo que mis sentimientos y emociones me dicen, he querido traducirlos aquí». Verter en palabras «un no sé qué que quedan balbuciendo», dijo san Juan: se trata de «un aullido honorable», de «un eco, como una vibración de ese misterio». Por eso, habla «desde fuera de la filosofía». Si se sirve de ella es para ejercer la socrática labor de «destruir cualquier certeza», de «fabricar ruinas sobre las que sentarse a rezar».
Pero está «lejos de cualquier gestión interesada de lo religioso», por cuanto busca «desecar todas las religiones» que crean haber cazado la divinidad. «Para el hombre no hay escapatoria: si quiere acercarse a Dios, tiene que haber matado antes a muchos dioses». Así se adentra en la oscuridad, donde Dios «brilla por su ausencia». Ella es «connatural a Dios» por su «naturaleza esquiva», siempre «está más allá de la existencia». De hecho, «la gran oscuridad es lo que vemos de Dios cuando todavía no vemos a Dios»; es ese «silencio desmesurado que nos alcanza» cuando no se ve a Dios. Porque Dios «renuncia a expresarse por sí mismo». Por eso, «de Dios no se puede decir nada». «El Dios silencioso no tiene religión» porque «huye de cualquier satisfacción espiritual y de cualquier imagen aprovechable de Dios».
Con todo, ese silencio es ya «lenguaje común» entre Dios y el hombre, es ya comunión. La ausencia de Dios es también «un Dios que está viniendo»: «Siempre falta Algo, pero… hay una huella de ese Algo». De tal manera que podemos «mirarlo en lo que no es» Él. Su ausencia hermosea el mundo; pues, la belleza no es otra cosa que el brillo de la ausencia de Dios. Dios «es el molde de lo escondido». Su ausencia sella la realidad, es la «forma endiosada» de todas las cosas; Dios nos llama y «nos ama desde la belleza del mundo». Por ella, «el espíritu de Dios también se comunica por el mundo y la carne», y podemos participar de Dios «como distancia y como sed, como promesa que nos enamora». Porque «en un acto de generosidad absoluta nos concede, a veces, la palabra: se deja expresar mediante la belleza».
Por la palabra la belleza abre en el cuerpo una herida, «una puerta abierta hacia dentro. El umbral de lo que nos salva». Por la belleza el espíritu es muestra como «una modalidad de ser cuerpo. La boca que pronuncia palabras, eso, es el espíritu». Desde siempre, «nuestro cuerpo guarda posibilidades que desconocemos… no hay que descartar que se encuentre la de la eternidad».
Esa posibilidad poética acontece ahora en la Navidad, en la que «Dios ha ocupado el espacio de un cuerpo humano en el mundo, el cuerpo y el mundo dejaron de ser una tumba o una cárcel, para ser vidriera y templo, sabor y suavidad». Desde entonces, «la verdad no es etérea, anónima, abstracta. La verdad es… carnosa, incluso voluptuosa como un primer día de playa… la verdad solo es verdad si está encarnada».
José Mateos
Pre-textos
2021
100
15 €