Al vivir en la esquina de un edificio situado en un enclave fronterizo, en el límite de la ciudad, mi casa cuenta con dos fachadas: una da al campo y la otra a otro edificio de la misma altura. En uno de los balcones de este otro edificio sonríe una niña de 10 años recién llegada al barrio que escribe en un papel de libreta su nombre: Adriana.
Habla con uno de mis hijos, que se lleva los prismáticos a los ojos y anota con urgencia una frase en su papel cuadriculado. Llevan toda la tarde ocupados el uno con la presencia del otro, manchando los cristales con sus manitas, los dos armados con libretas en las que anotan con urgencia sus respectivos mensajes. Como dos personajes de Shakespeare o Adán y Eva antes de la serpiente. Adriana es rubia, delgada. Tiene la sonrisa de quien ha descubierto un tesoro en el suelo de casa. Es la expresión del hallazgo, propiedad del niño y los poetas.
El niño y la sorpresa son hermanos siameses. Como el fuego y el humo: no saben vivir separados.
En un momento dado, me conmueve el entusiasmo de Adriana y me quedo embobado mirando su sonrisa. Su cara irradia una alegría salvaje, que el adulto ha extraviado. La cara del niño es una cara sin educación, donde todavía no hay disimulo, descaradamente sincera. Como un terreno lleno de matojos y madrigueras, al que no han llegado aún las empresas constructoras con sus buldóceres. Mi mujer observa el mismo fenómeno en otra ventana de la casa, con la misma sonrisa que yo. Es contagioso. El juego de los dos niños, su mutuo descubrimiento, nos hace a todos distintos, igual que pasa con la nevada: hay sucesos que nos desescombran.
Esta sorpresa de la niña me hace recordar un texto de mi admirada Clarice Lispector, donde relata cómo una hoja de un árbol chocó contra sus pestañas y eso le produjo una alegría indescriptible. Dice: «Un día una hoja chocó con mis pestañas. Me pareció una gran delicadeza de parte de Dios». O ese otro pasaje en el que Christian Bobin hunde los dedos en el musgo de un muro de Le Creusot. Que una mujer llore de alegría porque una hoja ha chocado con sus pestañas o que un hombre se emocione al hundir sus dedos en el musgo es algo maravilloso; que dos adultos vivan asombrados y sufran sobresaltos delante de lo más elemental, sin que el tiempo y los telediarios hayan cerrado la boca abierta de la sorpresa. Porque la infancia no es una edad biológica. La infancia de la que hablo aquí es lo contrario de un corazón que entra en el día cansado, como un oficinista que sobrevive con ansiolíticos.
Adriana y mi hijo han estado así hasta que la noche ha borrado sus caras y ya ha sido imposible comunicarse. Y seguramente se hayan dormido con una sonrisa debajo de las sábanas, parecida a una linterna, repasando cada instante de la tarde irrepetible. Esta mañana he pillado a mi hijo en la ventana nada más levantarme, a las 07:30 horas. Al asomarme, he visto en el balcón de enfrente a una niña con el pelo enmarañado y unos prismáticos encima de su pijama.