Vende lo que tienes y sígueme
28º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Marcos 10, 17-30
Inmediatamente antes del tercer anuncio de la Pasión, el Evangelio plantea varias cuestiones vinculadas con el uso de las riquezas y con el seguimiento, teniendo como referencia fundamental el Reino de Dios. En sí mismas, la posesión de bienes, al igual que la abundancia de descendencia o una vida larga han sido consideradas en la historia de la salvación como una bendición de Dios. Basta con recordar la promesa de Dios a Abrahán. Sin embargo, no es la posesión de riquezas el tema principal que presenta este pasaje, sino el modo de vivir del discípulo, reflejado en la pregunta inicial: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?». La cuestión sobre qué hacer es la que ayuda a ordenar un conjunto de prioridades en la vida. Precisamente la primera lectura de la Misa de este domingo, así como el salmo que la acompaña, sitúa en primer plano la prudencia, la sabiduría y la sensatez, es decir, aquello que nos hace capaces de juzgar y obrar rectamente, y, como consecuencia, no confundirnos ni dejarnos engañar por las apariencias o lo inmediato. Por ejemplo, en el salmo, la expresión «enséñanos a calcular nuestros años» nos permite analizar con sosiego nuestra vida y valorar lo que vamos construyendo en ella. El comportamiento y la decisión moral del discípulo van a ser los elementos que den unidad a las tres secciones en las que se articula este pasaje evangélico: el diálogo entre Jesús y el joven rico, el uso de las riquezas, y, por último, la pregunta de Pedro sobre lo que espera a los discípulos del Señor.
Sin lugar a dudas, la persona que se acerca a Jesús sentía gran atracción por el Maestro. Así lo pone de manifiesto el modo de aproximarse a Él, ya que va corriendo, se arrodilla y lo llama «Maestro bueno». Asimismo, la pregunta que formula revela, no solo la admiración hacia alguien, sino una verdadera inquietud: la de conducir su vida con un sentido y la de aspirar a algo mayor que lo que tiene ante sus ojos. La frase «¿qué haré para heredar la vida eterna?» encierra, en realidad, la aspiración más profunda que cabe en el corazón del hombre, puesto que refleja la gran búsqueda sembrada en lo más hondo de cada persona.
Al igual que ocurre en escenas similares, se inicia un interesante diálogo cuyo desenlace, por desgracia, producirá una decepción tanto en el joven rico, que «frunció el ceño y se marchó triste, porque era muy rico», como para Jesús, que, a la vista de la reacción de este personaje, destacará la gran dificultad de compatibilizar el Reino de Dios con el apego a las riquezas.
El significado de ser discípulo
También para quien se acerca a este Evangelio la escena provoca un cierto desencanto, aunque al mismo tiempo sirve como impulso para fiarse por completo del Señor y no reaccionar nunca con tristeza ante las sucesivas llamadas que Dios puede hacernos a lo largo de nuestra vida. De hecho, el diálogo posibilitará a Jesús aclarar el significado y las implicaciones de ser discípulo suyo.
Sin embargo, lo que a primera vista parece un episodio de fracaso se convierte en uno de los pasajes en los que el Señor aclara con mayor nitidez qué implica ser discípulo suyo. Disponibilidad y humildad son dos de las características necesarias para seguir la llamada del Señor.
Por eso, no es suficiente con el cumplimiento de los mandamientos, pensando que con presentar una hoja de servicio inmaculada ya hemos adquirido la condición de verdadero discípulo. La respuesta de Jesús: «Una cosa te falta», nos pone ante el intento de Jesucristo de entrar en su vida. Con todo, este deseo de Jesús no es una intromisión en la vida del joven, sino la respuesta a su más sincera búsqueda. El Señor sabe que sin un completo desprendimiento de las riquezas y sin un abandono total en las manos de Dios no es posible colmar aquel deseo de plenitud que está inscrito a fuego en el corazón del hombre.
Cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante Él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?». Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre». Él replico: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud». Jesús se lo quedó mirando, lo amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme». A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico.
Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les será entrar en el Reino de Dios a los que tienen riquezas!». Los discípulos quedaron sorprendidos de estas palabras. Pero Jesús añadió: «Hijos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios». Ellos se espantaron y comentaban: «Entonces, ¿quién puede salvarse?». Jesús se les quedó mirando y les dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo». Pedro se puso a decirle: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido». Jesús dijo: «En verdad os digo que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más –casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones– y en la edad futura, vida eterna. Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros».