El acuerdo provisional firmado el pasado sábado por la Santa Sede y la República Popular China no arregla todos los problemas, ni bendice a un régimen autoritario, ni archiva la memoria de los mártires. Nada de eso. Y sin embargo, si por un lado guardamos las fanfarrias y por otro cortamos el grifo de la hiel, veremos que se trata de un paso trascendental dentro de un camino paciente y trabajoso, un paso que abre la puerta a una esperanza que habrá de confirmarse poco a poco.
En realidad este paso es fruto de la semilla plantada en 2007 por la Carta a los católicos chinos de Benedicto XVI, que para la Iglesia ha sido una auténtica carta de navegación en los últimos diez años. Dicha carta rendía homenaje al testimonio heroico de varias generaciones de católicos en China, dispuestos a jugarse la vida por mantener íntegra su fidelidad al Papa, y al tiempo reconocía que la debilidad había llevado a otros a buscar un lugar bajo el sol del nuevo régimen, si bien siguieron profesando la misma fe y mantuvieron su deseo de comunión con Pedro (tantas veces expresado en voz baja y por canales escondidos). La Iglesia no olvidará jamás a sus mártires y los honrará como merecen, pero tampoco cierra su puerta para siempre a aquellos hijos que por debilidad o cobardía siguieron un camino equivocado. Así ha sido siempre en la historia y así es también ahora en China.
La carta del Papa Benedicto supuso un cambio de rumbo al afirmar que si bien la confesión de la fe no puede someterse a los dictados de ningún poder, y por mantenerla íntegra el cristiano debe estar dispuesto incluso al martirio, el conflicto permanente con las autoridades no puede ser el modo de vida habitual de la comunidad cristiana. Por eso, a la vista de la evolución histórica de la sociedad y de las instituciones chinas, invitaba a los católicos a salir a la luz y a buscar el reconocimiento de las autoridades, sin que eso significase renunciar a ningún aspecto de su fe. Por otro lado la Carta aclaraba que no es misión de la Iglesia sustituir un régimen político por otro, lo cual no significa que la vida personal y comunitaria de los cristianos no sea un factor crítico frente a determinadas formas injustas de ejercer el poder. Pero ese factor crítico toma una u otra forma en función de las coyunturas históricas, desde el Imperio Romano hasta los actuales países de mayoría musulmana.
Con este acuerdo, el régimen chino reconoce por primera vez en 70 años que existe un vínculo entre los católicos de su país y el Papa de Roma que no es de naturaleza política, pero que es indestructible. De hecho, 70 años de dictadura y persecución no han logrado eliminarlo. Y así, se reconoce que en la designación de los obispos la intervención del Papa es imprescindible y decisiva. Por su parte, la Santa Sede, que desea que los pastores de la Iglesia gocen de un reconocimiento básico por parte de las autoridades para desarrollar su misión, acepta en esta coyuntura un mecanismo de diálogo para la selección de los candidatos al episcopado. Fórmulas semejantes, con toda su imperfección, han estado y están vigentes en numerosos países, tanto de mayoría católica como en otros en los que existe una dificultad cultural (es el caso de China) para entender lo que está en juego. En realidad ya se ha ensayado durante un tiempo en China lo que ahora se ha puesto negro sobre blanco, cuando se produjeron sucesivos nombramientos episcopales que gozaron tanto del mandato papal como de la aprobación gubernativa… Después esa vía quedó cegada con las decisiones unilaterales de la parte china, y hubo que volver a empezar.
Este acuerdo no actuará como si fuera una especie de bálsamo de fierabrás; es un instrumento que podríamos calificar de «modesto», sometido a prueba, que probablemente no evitará roces y problemas futuros. El régimen chino es suficientemente complejo y tortuoso como para hacerse ilusiones. Tampoco va a resolver de un plumazo las reticencias entre las comunidades clandestina y oficial, aunque la situación es muy dispar; de hecho en algunas ciudades se produce ya una unidad de facto, mientras en otras están aún muy vivas algunas heridas personales. Sólo la paciencia, el deseo de perdón, y sobre todo, una mirada de fe, permitirán que vayan cicatrizando. Por lo pronto, los siete obispos chinos consagrados ilícitamente (y por tanto excomulgados en su día), una vez que han mostrado su fidelidad al Papa, han sido reintegrados a la plena comunión. Hay quien considera que Roma ha sido muy benévola con ellos, pero me parece una mirada un tanto miope. La Iglesia madre no se cansa de buscar a sus hijos desperdigados, y para ello dispensa una misericordia de la que ella misma se nutre cada día. Algo imposible de entender para quienes plantean este asunto en clave ideológica.
Se pueden plantear objeciones a esta solución, desde luego. Podríamos discutir hasta la saciedad y cada uno puede aportar su ración de buen sentido (o no tanto). Pero el hecho es que quien conduce la Iglesia con la autoridad recibida de Cristo, ha decidido. Y esto, como mínimo, merece un crédito para quienes confiesan desde hace veinte siglos que «allí donde está Pedro, está la Iglesia». Lo que no implica que el Papa, en sus decisiones históricas, no pueda equivocarse, poco o mucho. Pero afirmar con tono violento y un amargo afán de revuelta que Roma entrega a sus hijos más files en manos del poder comunista, es sencillamente un juicio burdo e injusto, además de suicida.
Esos hijos queridos de la Iglesia, los católicos chinos reales que salen cada mañana a trabajar, sostienen a sus familias, celebran la fe e intentan construir su comunidad sin dejar de aspirar a verse reconocidos como ciudadanos leales de su país, tienen hoy motivos para estar contentos. Llegado el caso, seguramente estarían dispuestos al martirio (si Dios les da la fuerza), pero como cualquier cristiano sensato, no desean ni buscan semejante cosa. Tampoco desean ser utilizados como bandera por parte de nadie, sino vivir la fe heredada de sus padres, o recién encontrada, con tranquilidad y a plena luz del día. Como decía hace unos meses monseñor José Wei, obispo de Qiqihar, en el noreste de China: «para permanecer fiel a la Sede Apostólica de Roma elegí convertirme en un obispo clandestino ¿Cómo podría ahora rechazar lo que indica la Santa Sede? Para confesar explícitamente nuestra fidelidad al Papa y a la Sede Apostólica nos convertimos en una comunidad clandestina, es decir sin registro oficial en los aparatos civiles. Entonces, ¿cómo podríamos ahora rechazar lo que viene del Papa y de la Santa Sede?».