Una de las tensiones más constantes de la historia es la que tiene que ver con el equilibrio entre lo universal y lo local. Por una parte, los seres humanos buscamos identidad, y vamos marcando diferencias y refugiándonos en nuestro grupo, tribu, pueblo, secta, Iglesia, país…, por contraposición a otros. Ahí está lo local. Por otra, nos resulta inevitable –y fecundo– el intercambio y la relación con los otros, ya sean otros cercanos (los vecinos) u otros lejanos. La distancia nunca ha supuesto un obstáculo insalvable. Tan solo implicaba en el pasado más tiempo, más dificultades para los viajes, o más barreras para la comunicación, pero el espíritu humano ha llevado desde siempre a las personas a cruzar fronteras y relacionarse desde la diferencia. Ahí está lo global.
Lo local implica una cultura particular, idiomas, formas concretas de interactuar, pautas sociales, relatos que configuran la memoria común, una relación concreta con el medio… No es lo mismo vivir en una isla que en un continente, en la costa que en el interior, en la montaña o en una larga meseta. Lo global implica rasgos comunes, la posibilidad de reconocerse, hábitos y costumbres compartidos, y referencias o iconos culturales que todo el mundo puede entender.
La Iglesia no es ajena a esta tensión. El mismo nombre católico habla de lo universal. Nos consideramos una Iglesia que tiene una Buena Noticia que ha de llevar hasta los confines del mundo, una verdad que se considera válida para todos los seres humanos, una revelación para la humanidad entera. Todo eso nos habla de lo global. Pero, al mismo tiempo, esa Buena Noticia tiene que encarnarse en contextos muy distintos, y por eso ha de formularse con categorías propias de esos contextos. Esto puede generar, en ocasiones, tensión, inseguridad y hasta polémica. Como ocurre casi siempre, las polémicas tienen que ver con dónde ponemos los acentos. Los que ponen el acento en lo local, insistirán más en la necesidad de traducción, de adaptación, de un diálogo con la cultura concreta en el que se esté dispuesto a amoldar modos y costumbres para encajar. Quienes ponen el acento en lo universal y compartido, mostrarán mayores reservas ante lo particular, pensando que la excesiva fragmentación puede ser la semilla de la división. O asumiendo que cualquier cambio local se convierte necesariamente en norma universal por pura coherencia, y por tanto, hay que andarse con cuidado.
Una encrucijada recurrente
En parte, la percepción de algunos de los temas que se han puesto en juego en el Sínodo de la Amazonia, y la prevención de unos y el entusiasmo de otros tienen que ver precisamente con la percepción de cómo se relacionan lo local y lo universal. El Sínodo es sobre una región; sobre las formas de organizarse en la Iglesia local para responder a las necesidades espirituales y sociales de la población; y sobre el cuidado de la casa común, que en esta superficie concreta está amenazada por la sobreexplotación, y tiene además repercusión global. Pero también es sobre la Iglesia universal, pues la protección de la casa común no entiende de fronteras, y porque son representantes de dicha Iglesia universal quienes están buscando respuestas.
Pues bien, uno de los aspectos que más repercusión ha tenido es el relacionado con las posibles reformas orientadas a la atención pastoral en la Iglesia amazónica. Y ahí entran las discusiones sobre el papel de las mujeres como agentes de pastoral, o la posible ordenación de los viri probati. Ambos temas han tenido amplia repercusión, han suscitado gran polémica y han sido seguidos con pasión por defensores y detractores. Los primeros, lo consideran necesario, urgente y justo. Los segundos, niegan que pueda haber cambios locales de esa envergadura –que inmediatamente abrirían la puerta a planteamientos similares en otras regiones–. He ahí la tensión. Otra vez.
Lo interesante es ver cómo esta encrucijada es algo recurrente en la historia de la Iglesia. No es la primera ni será seguramente la última vez que en la Iglesia se discute sobre la validez y el alcance de normas y prácticas. ¿Deben ser universales? ¿Puede haber normas distintas para distintos pueblos? El concepto de inculturación remite a esa necesidad de aterrizar lo universal en lo local. Desde que aquellos judíos primeros decidieron abrirse a los griegos, surgió el debate. El primero, a propósito de la circuncisión. ¿Cabían normas distintas? ¿Cuáles deberían ser universales?
En el siglo XVII los jesuitas en China, con Mateo Ricci a la cabeza, generaron una gran polémica al defender la posibilidad de integrar algunos rituales propios de la China tradicional en el culto católico. Frente a ello, los detractores de los llamados ritos malabares argumentaban que la liturgia debía ser única y universal en todo el mundo.
El uso de distintas lenguas en la liturgia es otro ejemplo de evolución y tensión. No fue hasta después del Vaticano II cuando se aceptó que se abandonase el latín en la liturgia (de nuevo, no sin polémica y un punto de nostalgia que aún hoy se mantiene en algunos).
Podríamos encontrar muchos casos en los que la tensión ha existido. Y las soluciones han sido diferentes. Lo que la historia nos enseña es que esta no es una encrucijada nueva. Y que, como en casi todas las tensiones, la mejor imagen de lo que está ocurriendo no debería ser la de un pulso en el que solo uno de los contendientes puede derrotar al otro. Más bien la tensión es saludable. Para conseguir mantener esa lógica de una encarnación que toma cuerpo en lo concreto para transmitir una verdad común. Sin perder de vista lo que está llamado a ser universal y compartido, pero sin convertir la ortodoxia en homogeneidad queriendo absolutizar lo que no es absoluto.