Una semana después, a las puertas de la catedral de Niza queda aún ese sonido a roto que deja la muerte. Hay dramas que solo se metabolizan cuando se comparten. Desde el primer momento gente de todos los colores, naciones y religiones se acercó a rezar por las tres personas asesinadas. Una escudería poderosa pertrechada con velas y flores para recordar que matar en nombre de una religión tan solo produce más dolor y odio. Se adivina que estos jóvenes lloran para adentro tras sus mascarillas mientras ponen luz y esperanza en la escenografía del terror que deja siempre el fanatismo.
Apagado ya el rescoldo del atentado, los jóvenes de la fotografía piensan en Vincent Loquès, el sacristán de 54 años y padre de dos hijos; en Simone Barreto Silva, la mujer brasileña de 44 años que murió dedicando su último hálito de vida a sus hijos —«decidles que los quiero mucho»—, y en Nadine Devillers, la mujer de 60 años que acudía a diario a rezar a la catedral.
Aseguran que Brahim Aouissaoui, el joven tunecino de 21 años, presunto autor del atentado, gritó «¡Allahu akbar!» («¡Dios es grande!»). Sin duda Dios es demasiado grande como para convertirlo en un grito de guerra, en un simple cuchillo que mata en nombre de tu religión, allanando la casa de otra. Creíamos que el mundo había aprendido la lección después de tantas guerras, fracasos y muertes innecesarias. Pero no, el fanatismo es terco y necesitamos que estos jóvenes, convocados a una oración interreligiosa, limpien la charca del odio. El pasado 1 de noviembre, además de ofrecer la Misa del Día de Difuntos por las tres víctimas del atentado, se hizo un acto de reparación en el interior de la catedral de Notre Dame de Niza al que asistieron miembros de otras religiones. Me viene a la memoria el mensaje que el Papa Francisco dirigió en Albania, en 2014, a quienes instrumentalizan la religión para justificar sus matanzas: «La religión auténtica es fuente de paz, y no de violencia. ¡Nadie puede usar el nombre de Dios para cometer violencia! ¡Matar en nombre de Dios es un gran sacrilegio!».
En la foto hay un silencio contenido, el que precede al estallido del corazón en la garganta. Porque seguro que ellos también quisieran gritar que el Dios en el que creen es incompatible con el odio. En su lenguaje no verbal se sobreentiende que desean hacer suya la recomendación que el Papa hizo al pueblo francés al día siguiente del atentado: «Reaccionar al mal con el bien para que cese la violencia y volvamos a mirarnos como hermanos y hermanas y no como enemigos».
Vuelvo a mirar la instantánea. Siempre queda un atisbo de belleza en la devastación que produce la muerte. Aparecen pocas personas en la imagen, pero allí estamos todos, intentando trasladar nuestro consuelo. Porque también estamos asustados y perdidos y necesitamos confortarnos mutuamente. La composición de la fotografía es circular, como los grandes abrazos. Como el que enviamos desde la distancia a todos los que sufren persecución a causa de su fe, que son muchos más de los que nos imaginamos. Una forma de tejer un hilo de esperanza en forma de abrazo por todas las veces en las que los hemos dejado demasiado solos.