La última gran homilía de este extraño curso eclesial la ha pronunciado el Papa en la fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo. Recordando a quienes fueron columnas de la primera Iglesia, Francisco ha enfocado dos palabras sustanciales: unidad y profecía, que son la síntesis de la fuerza vital de la Iglesia, incluso en las circunstancias más hostiles.
Son palabras que se iluminan con la historia de Paolo Mao Cunguo, obispo de Shuozhou, en la provincia china de Shanxi, que solo ha podido sentarse públicamente en su sede 16 años después de que fuera ordenado obispo al margen de los procedimientos establecidos por el régimen. Durante estos años el Gobierno nunca le ha reconocido como obispo, aunque a veces ha mirado para otro lado cuando celebraba en la catedral con sus insignias episcopales. «Tenemos el Evangelio, los sacramentos, la sucesión apostólica y la comunión con el Papa: no nos falta nada de lo que necesitamos para vivir la fe y testimoniar a Jesucristo», ha dicho un pastor que ha sufrido, pero que no se entretiene en cuitas inútiles.
La unidad es un regalo precioso del Señor a sus pobres amigos. Ni con la mejor disposición podríamos mantenerla en medio de los vendavales de la historia. Solo el don del Espíritu a través de los sacramentos y de la cadena apostólica puede hacer que perviva. Por eso es una locura ponerla en riesgo con disputas estériles, de las que hemos visto demasiados ejemplos en los últimos tiempos.
La profecía, dijo Francisco, no es hablar fuerte y decir cosas originales. La profecía es mostrar dentro de la propia circunstancia que la fe cambia la vida. Hemos escuchado muchas cantinelas sobre la necesidad de una «Iglesia profética», casi siempre como excusa para quejarse de lo que hay y para imponer el propio proyecto. Paolo Mao ejerce la profecía en medio de una comunidad pobre y acosada, a la que ningún poder puede quitar, sin embargo, la alegría del Evangelio. No necesitamos gente que chilla (ni desde la izquierda ni desde la derecha) sino gente que «anuncia a Jesús como enamorados… con la alegría del mundo venidero».
Solo eso hace fructificar la misión. De nuevo este obispo chino nos da una lección: «Si nos replegamos sobre nuestros problemas, si nos dedicamos a discutir entre nosotros, consumimos nuestras energías y no llegamos al mundo que nos rodea». Pero en realidad, no nos falta nada de lo necesario para testimoniar a Jesús.