Unamuno, el combate de la palabra - Alfa y Omega

Hay momentos en que la palabra adquiere una solemne y dolorosa conciencia de sí misma. Hay momentos en que la palabra alcanza una dignidad suprema. Pienso en Séneca y en Cicerón en el destierro. Pienso en Jovellanos y en su respuesta a Cabarrús durante la invasión napoléonica, negándose a colaborar con José Bonaparte. Pienso en Gramsci escribiendo sus cartas desde la cárcel y en Miguel de Unamuno tras el golpe de Estado del general Primo de Rivera, uno de esos momentos donde habita la razón moral de Europa.

Don Miguel nunca fue un analista político que gastara tiempo en interpretar la realidad, sino un singular combatiente de una pasión por España, alarmado por la pérdida de vigor nacional y comprometido en el esfuerzo de hacer que el país se alzara sobre su propia honra, abandonando su condición de masa gregaria que no merecía llamarse pueblo. «El sentimiento de nacionalidad solo lo da una conciencia de una misión histórica y pública», escribió hablando de la guerra de Marruecos. Su compromiso no admitía sosiego porque derivaba de una grave preocupación por la defensa del hombre cristiano, consciente de su libertad, que no depende de política alguna, sino de su condición de criatura redimida por Dios. En el momento en que la historia prepara el atroz holocausto de la cultura occidental con el triunfo del fascismo y el leninismo, el filósofo bilbaíno defiende la grandeza del individuo, en el que alienta un alma inmortal.

Sobrio, duro como el pedernal, repleto de contradicciones, erguido con el verbo y la escritura frente a los gobiernos de la Restauración, en lucha con Alfonso XIII, con militares y caciques, Miguel de Unamuno fue siempre un combatiente, lanza en ristre, una fuerza espiritual huracanada, que encontró en la poesía el modo mejor de expresar su angustia y desgarro. En el solar de la creación lírica vivió en carne viva su fe, siempre de un modo trágico y agónico, pero en su imponente El Cristo de Velázquez, uno de los grandes poemas del siglo XX, se identificó con la espiritualidad católica de la tradición española y el vuelo de sus místicos, de san Juan de la Cruz y fray Luis de León, para escribir un asombroso himno coral cuya dimensión colectiva convive con el tono de plegaria, de oración íntima, de visión que nos interpela: «¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío? / ¿Por qué ese velo de cerrada noche / de tu abundosa cabellera negra / de nazareno cae sobre tu frente?». Su fe en los valores emancipadores del cristianismo –el misticismo que le echaría en cara Azaña o que despertó la sonrisa condescendiente de Ortega– era la muestra de un compromiso radical con la salvación del hombre, que Unamuno solo podía entender como proyección del individuo en la sociedad y respuesta responsable a los problemas de la afligida España.

Ortega y Gasset, es cierto, logró desplazarle del primer plano de la escena pública con un liderazgo intelectual capaz de agrupar a los integrantes de una nueva generación, más atenta a las propuestas de reforma civil de lo que pudieron estar los escritores del 98. Sin embargo, en torno a Unamuno continuó existiendo la fascinación que inspiraba el ejemplo personal, la densidad de un alma atormentada al hacerse preguntas fundamentales que no se referían solo al destino de la comunidad política, sino a la naturaleza de España y sus ciudadanos. Y fue su voz, y no la de Ortega la que, a pesar de la constante amenaza de la censura, resonó con más fuerza cuando Miguel Primo de Rivera, capitán general de Cataluña, se hizo con el poder tras un golpe de Estado, de guante blanco, cuyo éxito se debió a la notable indiferencia del pueblo español y a la colaboración de la burguesía catalana, práctica donde las hubiera.

Nadie como Unamuno representó la irreconciliable oposición, terca y sublime, entre la palabra y la espada. Antonio Machado, que admiraba sinceramente al rector de Salamanca y llegó a conocerle bien, no olvidaría nunca su máxima: «La verdad no es lo que nos hace pensar, sino lo que nos hace vivir». Decir la verdad le convirtió en uno de los peores enemigos de la dictadura, le costó su cátedra, de la que fue destituido, y le ganó el destierro a Fuerteventura y París. Lejos de acallar su voz, la deportación despertó su poesía más ferozmente combativa, como esos versos donde grita: «Es tu silencio, España escarnecida, / páramos de mi España, mar de piedra / que sufre y calla y al callar olvida, / es tu silencio, que aquí, libre, medra / y me dice: conságrame tu vida, / que el noble nunca ante el poder se arredra».

Hoy Unamuno es recordado, casi más que por su gigantesca obra –ahondó en todos los géneros literarios–, por su enfrentamiento con Millán Astray en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, pero aquel último gesto de dignidad no se comprende bien sin su misticismo cálido, que hizo encajar su inquietud religiosa en la terrible fractura de la conciencia nacional española originada por la Guerra Civil.

Con su alegato el atormentado filósofo, pocas semanas antes de morir, invocaba el despertar de una nación por la que había implorado antes a Dios en uno de sus poemas de más rotunda belleza: «Padre nuestro que estás en los cielos, / pon en marcha a los hijos de España».