Nuestra sociedad está profundamente herida y sangra por diversas venas. Una sociedad vulnerable (herida procede del término latino vulnus) por el contexto existencial en el que vivimos, por el descarte cotidiano del bien común en la práctica política, por el dolor de las pérdidas y por la intensidad inusitada de la pobreza y la exclusión social en nuestro país.
La pandemia ha intensificado nuestra situación de incertidumbre. Se han borrado de nuestros horizontes existenciales las fronteras de las certezas y vivimos sumidos en una honda perplejidad. A nivel personal y colectivo se difuminan nuestros proyectos, se truncan nuestros pronósticos y se vacían nuestras expectativas. El futuro dibuja minuto a minuto nuevos contornos sorprendentes que no acertábamos a aventurar ni en nuestros sueños más originales. Una sociedad diluida en la incertidumbre permanente se erosiona y aparecen síntomas mórbidos donde «lo viejo se desmorona y lo nuevo no puede nacer» (Gramsci).
En este contexto de profunda incertidumbre y perplejidad sería necesaria una política solida orientada al bien común. Sin embargo, profundizando las heridas de nuestra sociedad, nos encontramos con una política que genera confusión, división y desconfianza. Como el Papa Francisco describe en Fratelli tutti, «la política ya no es así una discusión sana sobre proyectos a largo plazo para el desarrollo de todos y el bien común, sino solo recetas inmediatistas de marketing que encuentran en la destrucción del otro el recurso más eficaz» (FT, 15). El bien común, base y sustento de la política, ha sido sustituido en el diccionario cotidiano por el enfrentamiento, la división y la polarización.
La voz de los ausentes
La herida más abierta y penetrante procede de la voz de los ausentes. Han sido miles de personas las que han fallecido víctimas del coronavirus. Muchas de ellas en la distancia de una mano amiga que las acompañara en sus últimos momentos. Tenemos aplazados miles de duelos en lo profundo de nuestro corazón que está rasgado por las separaciones sin despedidas.
La cuarta herida brota de la profunda injusticia, desigualdad y pobreza que estos tiempos de zozobra han intensificado. Las llamadas colas del hambre son una imagen icónica de esta desbordante situación. Familias que han soportado el confinamiento en hogares inadecuados, a las que el mercado laboral ha expulsado y que ven amenazados sus anhelos de futuro. Una sociedad rota a la que siguen sin llegar de manera estable, rápida y eficiente las ayudas prometidas por los gobiernos. Una sociedad que necesita de la solidaridad comunitaria, la ayuda de las familias y el rostro samaritano de la Iglesia para mantenerse en pie. Cáritas, las diversas iniciativas diocesanas, las congregaciones religiosas están siendo, una vez más un pilar firme para muchas familias, pero insuficiente para la intensidad de la situación.
Sabemos desde el principio que la pandemia no tenía solo efectos sanitarios. La crisis del coronavirus es una sindemia en la que a los procesos epidemiológicos se le unen las condiciones sociales de las personas. Sin duda, todos estamos siendo afectados por la sindemia, pero de manera desigual. Una vez más, los sectores más empobrecidos están sufriendo con especial intensidad los efectos de esta crisis que van a tener una larga duración. Utilizando el símil epidemiológico, todavía no estamos en el pico de la ola de los efectos sociales de la pandemia. Por eso se necesitan políticas más decididas que pongan a los pobres en el centro y no que los utilicen para sus objetivos. No podemos olvidar, dicho en palabras del Papa, que «el desprecio de los débiles puede esconderse en formas populistas, que los utilizan demagógicamente para sus fines, o en formas liberales al servicio de los intereses económicos de los poderosos» (FT, 155).
Nuestra sociedad está herida, confundida y sin dirección. Miles de personas están expulsadas y excluidas de los mínimos de justicia y el futuro parece amenazador. El miedo y la violencia reactiva empiezan a aparecer en la escena social. La realidad nos está reclamando el coraje necesario para «soñar como una sola humanidad» (FT, 8).