Los resultados de las últimas elecciones celebradas en Estados Unidos son un buen reflejo de la sociedad norteamericana. Con una participación masiva de casi el 70 % (el porcentaje más alto en los últimos 120 años), ambos candidatos han conseguido un apoyo sin precedentes; el Senado queda dividido casi por la mitad 49/48 (con un escaño decisivo en un margen del 1 % y dos reñidísimas elecciones de desempate en enero), al igual que el Congreso, en el que aún no se han podido adjudicar todos los escaños, pero donde se reduce la distancia entre ambos partidos. Incluso los votos en el colegio electoral, a pesar de la aparente distancia que puede existir entre los candidatos, estaban tan ajustados que se ha tardado varios días en definir al ganador. Por mucha que pueda ser la sorpresa aparente, esto no es nuevo. En 2016, muchos estados se decidieron por un puñado de votos e incluso se dio la paradoja de que la candidata más votada en el voto ciudadano, Hillary Clinton, terminó derrotada. En unas elecciones en las que han votado unos 150 millones de norteamericanos, la diferencia entre la victoria y la derrota estuvo en 2016 y ha estado en 2020 por debajo de los 100.000 votos.
Lo que sí es nuevo es la dificultad tan acusada para reconocer los resultados; buena muestra de la división política y social. Biden se ha apresurado a señalar su voluntad de coser una nación rota, pero no es tan sencillo. El problema no afecta solo a las formas de un presidente que renunció a la dignidad de la institución presidencial, sino que tiene unas raíces profundas. Desde el proceso de impeachment a Bill Clinton a finales de los 90, cada presidencia no ha hecho más que aumentar esta brecha. Una forma de medición tradicional, el nivel de aprobación del presidente por parte de los simpatizantes del partido rival nos muestra cómo, desde entonces, la aprobación ha pasado de un 25 % con Bush a un 14 % con Obama y a un 3 % con Trump.
La brecha no afecta solo a la forma de votar, sino que condiciona la forma de ver el mundo. La división se traslada al debate político, rebosante de temas que generan controversia y obligan a tomar posición, mientras impiden alcanzar algún tipo de acuerdo. Y este tipo de debate, en el que solo existen buenos y malos, se traslada a unos medios de comunicación cada vez más posicionados y unas redes sociales que favorecen la fragmentación y la consiguiente polarización. La sociedad se divide en bloques y, sea cual sea el tema, cada bloque ostenta una posición radicalmente opuesta, que alcanza hasta a las relaciones personales: un 71 % de solteros demócratas nunca ligarían con un votante de Trump.
Todo se mueve en el plano de la exageración, todo es …ísimo, y para hacer frente a cualquier apocalipsis todo está permitido. Se acentúa la crítica hacia lo ajeno y se suspende el juicio hacia lo propio. Aparece el odio al equidistante, al que se considera un traidor, y todo se adapta a una política de bloques que erosiona las instituciones. Solo vale ganar, cueste lo que cueste. Da igual que se trate de la situación económica, la inmigración o, más recientemente, los conflictos raciales o el propio coronavirus. Cambia la forma de actuar y luego acaba cambiando la forma de pensar, y esa forma de simplificar la realidad la termina complicando irremediablemente. Pasamos de la democracia de las ideas a la democracia de las creencias, esas en las que uno vive.
En este complejo contexto, los desafíos de Biden son enormes: tranquilizar y unir al país, reducir las tensiones raciales, restablecer el respeto a las instituciones… No lo va a tener fácil, pero tiene el mejor perfil para hacerlo, acostumbrado durante sus casi 50 años en el Senado a los acuerdos entre partidos; no en vano era el más conservador de los demócratas que aspiraban a la presidencia. Su discurso del sábado –«es hora de cerrar heridas», «no voy a ser el presidente que divida sino el que una»– apunta en esa dirección. Ojalá tenga acierto.