Una nueva voz para esta época - Alfa y Omega

La doctrina social de la Iglesia (DSI) está sembrada de orientaciones a la espera de un sujeto que las desarrolle en forma de iniciativas históricas, reales y concretas. No deja de sorprenderme, sin embargo, que ante situaciones alarmantes como las que vivimos, no sepamos acudir a ella o, peor aún, ni siquiera sepamos que podemos acudir a ella. Porque creo firmemente en la poderosa fuerza histórica de la DSI, no me resisto a subrayar tres reflexiones que quizás pudieran servirnos.

En el año 1967, Pablo VI publicó Populorum progressio. En su número 47, en alusión a un mundo marcado por profundos desequilibrios que pedían de la Iglesia una respuesta renovada y solidaria, el Papa invitaba al discernimiento: «A cada cual toca examinar su conciencia, que tiene una nueva voz para nuestra época». No bastaba con combatir la miseria. Se trataba de hacer posible que la libertad dejara de ser una palabra vana, que toda persona pudiera vivir una vida plenamente humana y que el pobre Lázaro pudiera sentarse junto al rico Epulón. Se trataba de promover una transformación institucional profunda sin caer en tentación revolucionaria.

40 años después, Benedicto XVI decidió conmemorar esta encíclica. La crisis financiera hizo que Caritas in veritate no viera la luz hasta 2009. La tarea seguía pendiente. De nuevo la DSI apelaba a la conciencia social de los católicos para urgirles a una respuesta verdaderamente solidaria sostenida en unas convicciones antropológicas y éticas firmes de las que derivan deberes irrenunciables. «Compartir los deberes recíprocos moviliza mucho más que la mera reivindicación de derechos», leemos en su número 43. ¿A qué seguimos esperando? Si la ley viola la libertad educativa, esforcémonos por cultivar la autonomía. Si la ley atenta contra la vida, ejerzamos el deber de cuidarla. Si la coyuntura genera desempleo, pongamos nuestros bienes al servicio de la creación de empleo. Si la exclusión expulsa a las familias de sus hogares, movilicemos nuestros recursos. Ese es el «amor imperado» del que habla Fratelli tutti (186) y que, no nos engañemos, no golpea en la conciencia del Estado, sino en la de la propia Iglesia.