Salgo de la sala principal del Teatro Español con ese regusto agridulce que me suele acompañar en no pocas ocasiones que acudo al teatro. Dulce –y doloroso– por casi coger de la mano al genio Lorca asesinado aquella noche sin luna en la que el hombre no comprende el sinsentido de la guerra, el señalamiento y la incomprensión. Y agrio porque vuelva a manosearse al poeta para trasladar a una bonita noche de julio un odio que no deja de multiplicarse. Flaco favor a la España enfervorecida de hoy, señores teatreros.
Mientras cruzo la plaza de Santa Ana y veo la estatua lorquiana rodeada de flores pienso en esa «tercera España» de Chaves Nogales que no prosperó en su día, pero que soñamos una mayoría silenciosa que piensa, como dijo el maestro, que «ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España». No lo digo yo, que no viví los desastres de la contienda y solo hablaría de oídas e ideologías. Lo dice el periodista que, en aquellos días de bombas y chivatazos de vecinos, se permitió el lujo «de no tener ninguna solidaridad con los asesinos». «Para un español quizá sea este un lujo excesivo», vaticinó. Y lo fue, porque desde el exilio al que tuvo que forzarse al ser el objetivo de unos y otros hubo de «mantener una ciudadanía española puramente espiritual, de la que ni blancos ni rojos puedan desposeerme», como escribiría en el prólogo de su icónica A sangre y fuego.
La memoria histórica es necesaria. Recordar a Lorca muerto o a Juan Elías Medina, sacerdote veinteañero asesinado en Córdoba junto a otras 126 personas, 30 de ellos laicos y laicas, por ser católicos, es parte de la historia de España. O si queremos seguir la estela intelectual, también fusilaron en Paracuellos al dramaturgo Muñoz Seca, casado, padre de nueve hijos, y profundamente religioso. Pero lo realmente necesario es que la memoria histórica sea decir la verdad. De unos y otros. «Las visiones épicas o partidistas se niegan a reconocer que la crueldad y la estupidez se apropiaron de España desde los primeros días de la sublevación militar», asegura nuestro colaborador Rafael Narbona en su último libro, El coleccionista de asombros (Negra ediciones).
Estamos muy lejos del 36, recalca Narbona, pero «la lucha por el relato está deteriorando la convivencia. Hoy más que nunca es necesario discrepar sin odio». Una noche sin luna podría haber sido muchas cosas, pero no es más que esto. La batalla ganada –sí, ganada en casa, poca gesta– del relato de la izquierda amordazada en julio de 2021 y el retrato ridiculizado de quien piense lo contrario. No hay medias tintas y hay que adoctrinar a las masas. «La obra es una pieza conmovedora y sorprendente que habla de Lorca desde una sensibilidad del siglo XXI, como si el propio Federico estuviera hoy entre nosotros», suaviza el Teatro Español al presentar la pieza, escrita y brillantemente interpretada por Juan Diego Botto, y dirigida por Sergio Peris-Mencheta.
Tengo que hacer un ejercicio de abstracción potente. Pero en ocasiones puedo disfrutar con mi Federico, con su obstinación por que el teatro llegase a la gente humilde; con su amor clandestino; con su lucha por que la palabra y la poesía inundaran las almas de los españoles desgastados; con la gran obra de investigación que es a ratos este monólogo –ministra, monólogo, que ha dejado en evidencia que tocaba darle una palmadita en la espalda desde el Gobierno a quienes tanto se quejan de la falta de libertad y expresión. Qué paradoja– sobre aspectos menos conocidos del hombre de carne y hueso que tuvo miedo a morir. Como todos.
La vida de Lorca es un espejo de nuestra vida, dicen en la sinopsis. «Un espectáculo que, a partir de la figura del poeta, no deja de ser una pieza sobre la actualidad social, cultural y humana de nuestros días». No lo es. No es mi espejo, ni el de los que me rodean. La conclusión es que está en juego seguir avivando el fuego de la confrontación y el «si no piensas como yo estás contra mí». La memoria histórica selectiva. Pero como bien dice Juan Diego Botto, que es Lorca, que es el propio Botto, «yo también soy este país, y si no te gusta, crece». La memoria histórica, concluye Narbona, «no debe ser un ajuste de cuentas, sino el reconocimiento de un fracaso colectivo».
★★☆☆☆
Teatro Español
Calle del Príncipe, 25
Sol y Sevilla
Hasta el 11 de julio