Los muros cayeron, como anhelaba san Juan Pablo II
Los muros cayeron, como anhelaba san Juan Pablo II, y nació una nueva Europa.
9 de noviembre de 1982. Juan Pablo II, al finalizar su viaje apostólico a España, pronuncia en Santiago de Compostela su famoso discurso sobre Europa.
9 de noviembre de 1989. Es derribado el Muro de Berlín.
Con la distancia de 30 años hay muchas maneras de celebrar aquel 9 de noviembre de 1989, el día que simboliza el colapso del mundo soviético, el fin de la Guerra Fría y la reunificación de Europa. Sea cual sea la perspectiva que adoptemos, una conmemoración intelectualmente honrada no puede prescindir de dos ingredientes: el significado histórico, especialmente para Europa, de aquella revolución casi incruenta en la que como piezas de dominó fueron cayendo todos los regímenes comunistas que formaban parte del que parecía inexpugnable bloque soviético. Y, por otra parte, el examen de qué ha pasado en Europa en estas tres décadas.
Ralf Dahrendorf, evocando las reflexiones de Edmund Burke sobre la Revolución francesa, en las que el pensador británico afirmaba haber derramado lágrimas ante los horribles episodios, confiesa que él también derramó lágrimas con la Revolución de 1989, pero esta vez fueron de alegría. A mí, como a tantos otros, me sucedió lo mismo. Había poderosas razones para ello. Las dictaduras impuestas desde hacía casi medio siglo con estados todopoderosos no habían logrado sofocar las ansias de libertad de los pueblos sojuzgados. La pretensión de crear el homo sovietico, por medio de una educación opresiva, había fracasado estrepitosamente. El laborioso intento de establecer el llamado socialismo real había producido resultados catastróficos. Era una derrota histórica sin paliativos.
Lo peculiar de la revolución de 1989 fue que no necesitó el concurso armado de potencias extranjeras. El mundo libre había pactado un statu quo en el Acta final de Helsinki, aunque hiciera firmar al otro bloque el respeto de los derechos humanos, lo que era casi un brindis al sol. Pero lo que fuimos sabiendo es que las ideas de libertad, democracia, derechos humanos iban penetrando en la vida real de los países de la Europa del Este y tuvieron una alta función transformadora. Fue la fuerza de las ideas la que derrocó a aquellos regímenes totalitarios, con la comprobación de que aquel modelo de sociedad no podía tener rostro humano.
La libertad religiosa tuvo un destacado papel en aquella revolución de las ideas. Me cupo participar en los años 80 en algunas de las reuniones de la Conferencia de Seguridad y Cooperación dedicadas al examen de la situación de la libertad religiosa en los diferentes países europeos. Gorbachov ya había puesto en marcha su perestroika y en el libro en el que la lanzó había un nuevo enfoque de la cuestión religiosa. Pude comprobar en aquellas reuniones el prestigio del que gozaba el Papa polaco, que defendía con calor «los dos pulmones» de Europa y se estaba convirtiendo en un faro para la unificación del continente. Los ecos de su discurso en Santiago de Compostela, en el que clamaba contra la división de Europa, habían llegado a los confines del continente. Superar los muros existentes era un ansia arrolladora.
Las relaciones entre san Juan Pablo II y Gorbachov constituyen un fenómeno asombroso. La histórica visita de este al Vaticano el 1 de diciembre de 1989 simbolizaba el fin de una época. No fue, desde luego, un nuevo Canossa. Pero el sucesor de Stalin, el que se había mofado de las divisiones del Papa, hablaba un nuevo lenguaje, en el que la religión no era la enemiga del pueblo. San Juan Pablo II dijo de él que era «una persona digna». Cuando en el Jubileo del año 2000 acudimos miles de políticos a la proclamación de santo Tomás Moro como patrono en aquella inolvidable ceremonia de la plaza de San Pedro, Gorbachov tomó la palabra por indicación del Papa para hablar de las relaciones entre moral y política.
Los muros cayeron, como anhelaba el Papa polaco, y nació una nueva Europa. Recordar aquellos días de lágrimas de alegría no es algo inútil o sin sentido. Porque aquella experiencia muestra que los muros, por muy poderosos que parezcan, se pueden derribar. Es verdad que algunos, en medio de aquella euforia, vaticinaron incluso el fin de la historia. Pero la historia no se ha detenido. Los triunfos nunca son definitivos; siempre son precarios y a esa Europa reconciliada y pletórica de esperanzas, le aparecieron nuevos duendes.
El sociólogo Víctor Pérez Díaz ha descrito certeramente la situación en que se encuentra hoy Europa como un laberinto. En los laberintos no se encuentra el norte ni la salida. Es el estado de confusión, que necesita una guía para orientarse. Por eso, los cristianos debemos proponer en esta conmemoración que volvamos nuestra mirada a san Juan Pablo II y recordemos su vibrante grito en Santiago de Compostela: «Vieja Europa, vuelve a encontrarte. Sé tu misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes». El programa del Papa santo es más necesario que nunca para esta Europa, en la que la fuente de su confusión es el repudio de la herencia recibida. Si se pudo derribar el muro, también se podrá salir del laberinto.