Una crisis de fe - Alfa y Omega

Una crisis de fe

El cardenal arzobispo de Madrid presidió, en la basílica de San Pedro, la Misa para dar gracias a Dios por la declaración de san Juan de Ávila como Doctor de la Iglesia universal, junto a santa Hildegarda de Bingen. En la homilía, dijo:

Antonio María Rouco Varela
Escultura de San Juan de Ávila, obra de Carmen Otero, en la catedral de la Almudena.

La acción de gracias eucarística compromete al que la vive, hasta el fondo de su mismo ser, hasta la transformación del alma. En esta acción de gracias participa prácticamente todo el episcopado español, se encuentra presente un número muy considerable de sacerdotes españoles, tanto del clero secular como del clero regular. También participan el señor embajador de España ante la Santa Sede; participaron ayer la Vicepresidenta del Gobierno, y otras autoridades regionales y locales de España, mostrando sensibilidad no sólo hacia la persona que es san Juan de Ávila, sino también hacia lo que significó en la historia de la Iglesia y de España, y lo que significa la Iglesia católica en la historia de España. Y también muchísimos fieles que han venido, sobre todo, de las diócesis más relacionadas con él. Y se encuentran muchos religiosos y religiosas, y especialmente muchos seminaristas.

Nos alegramos por esta solemne declaración de san Juan de Ávila como Doctor de la Iglesia universal. Tenemos muchos motivos para dar gracias a Dios por este acontecimiento eclesial, por el bien que recibe la Iglesia universal con este Doctorado. La Iglesia, en este momento, está inmersa en una sociedad donde la crisis de Dios, y, dentro de ella misma, la crisis de Cristo es profunda, y donde la búsqueda de caminos para llevar a Dios y llevar a Cristo al hombre, a veces, es búsqueda vacilante. San Juan de Ávila ofrece a la Iglesia de hoy una forma de hablar de Cristo, de presentar a Cristo como la expresión encarnada del amor de Dios para la salvación del hombre. Y puede iluminar mucho no sólo a personas individuales, sino a toda la Iglesia.

Los que ya no somos tan jóvenes y hemos vivido nuestro tiempo de seminaristas desde finales de los años 40 hasta finales de los 50, sabemos cómo se vivía y cómo se nos transmitía la grandeza espiritual y la luz que brotaba de esa personalidad de la historia de la Iglesia en España que era san Juan de Ávila. No había pasado de Beato cuando le llamábamos Maestro. Él nos marcaba una forma de vivir el sacerdocio, sobre todo al clero secular, en la que el ideal de santidad era decisivo. Hay un enorme paralelismo histórico entre los tiempos de san Juan de Ávila y los tiempos de comienzos del tercer milenio: tiempos de Concilio. Un tiempo también de renovación de la Iglesia sometida a una tensión y una crisis formidable; también social, económica y política.

El Santo Padre nos acaba de recordar, en su meditación para el comienzo del Sínodo, esta verdad: la Iglesia no es fruto de la fundación de un grupo de judíos más o menos ilustres de la diáspora, o de Jerusalén, que se pusieron de acuerdo para poner en marcha una organización religiosa, sino que nace del Espíritu que viene del Resucitado y Crucificado.

San Juan de Ávila nos enseña cómo tenemos que vivir a fondo y sacar todos los frutos del Vaticano II y de la mejor historia del post Vaticano II: mirando a Cristo, viviendo de la gracia y del amor de su corazón, haciendo de la Iglesia objeto profundo de nuestra fe y de nuestro primer de la caridad que nos nace del encuentro con Cristo para vivir la comunión de la Iglesia y siendo conscientes que sólo desde ese calor, desde ese amor de Cristo, vivido en la comunión de la Iglesia, puede ser transformado el mundo, se pueden superar las crisis de nuestro tiempo, cuyo epicentro es la crisis de fe. El Papa Benedicto XVI, en el saludo a la Curia en la Navidad del año pasado, les decía: La crisis de Europa es una crisis de fe. Y si esto no se entiende, no será resuelta.

Tenemos también que dar gracias a Dios porque Juan de Ávila nos muestra hoy a todos los fieles de la Iglesia que no hay otro camino para ser cristiano, auténtico, consecuente, fecundo, tanto de cara a la evangelización en el sentido más específicamente dicho, cuanto a la evangelización como acción que transforma al hombre y todas las realidades de este mundo, que el camino de la santidad; no hay otro. Para los consagrados y consagradas es casi una obviedad decirlo. Pero también para los seglares y también para los jóvenes.

El único camino

San Juan de Ávila fue maestro de vida espiritual porque nos enseñó a conocer la sabiduría de Dios, la verdadera sabiduría. Nos enseñó que la ley de Dios siempre es justa y que es una ley para vivir el amor, el amor a Dios, y al prójimo. Nos enseñó que hay que abrirse a la gracia de Dios, a la iniciativa de Dios para poder hacerlo. También nos ha enseñado cómo podemos ser apóstoles de verdad.

Quisiéramos también en esta acción de gracias, añadir una gratitud especial al Santo Padre: sin la decisión última del Papa, no habría habido ayer declaración de san Juan de Ávila como Doctor de la Iglesia universal. El Papa tiene una estima grande de lo que ha significado la Iglesia en España, lo que él llamaba el catolicismo español de ese tiempo. Le preguntaban los periodistas en el vuelo de Roma a Santiago, a punto de llegar a la ciudad del Apóstol para su visita a España en ese momento: ¿Cómo convoca a la Iglesia a una nueva evangelización en España? España está mal, está descristianizada. Contestaba el Papa: «España fue siempre, por una parte, un país originario de la fe. Pensemos que el Renacimiento del catolicismo en la época moderna ocurrió sobre todo gracias a España. Figuras como san Ignacio, santa Teresa de Jesús y san Juan de Ávila son figuras que han renovado el catolicismo y formado la fisonomía del mundo moderno». Un piropo así a España no habíamos oído nunca en la historia de la Iglesia.

San Juan de Ávila fue un gran devoto de la Virgen. Fue declarado doctor de la Iglesia en la fiesta de la Virgen del Rosario. Guardaba para la Virgen una devoción tierna y cristocéntrica. No era una expresión de sentimientos más o menos difusos. Decía: «Más querría estar sin pellejo que sin devoción a María».