En los últimos meses, Canarias ha experimentado un incremento en el número de personas llegadas por vía marítima. No es la primera vez que esta comunidad autónoma, solidaria por naturaleza, hace frente a una situación similar. Ya ocurrió algo similar en 2006. Sin embargo, recientemente hemos visto a personas durmiendo al raso o en garajes de comisarías, en centros de acogida improvisados, haciendo colas interminables para comer e incluso sentados en un muelle expuestos a las inclemencias del tiempo mientras esperan para ser atendidos por los servicios de emergencia.
Como sociedad y como Iglesia, esta realidad debe interpelarnos: no podemos mirar hacia otro lado. Se antoja necesario plantearnos algunos interrogantes: ¿Hacia dónde caminamos? ¿Está siendo digna la acogida que reciben estos hermanos nuestros? ¿Podemos conformarnos? ¿Es esta la Iglesia samaritana que pide el Papa Francisco?
Quizás la doctrina social de la Iglesia puede aportarnos alguna pista. En el capítulo tercero del Compendio de la DSI, sobre la persona humana y sus derechos, el número 132 hace referencia al respeto de la dignidad humana: «Una sociedad justa puede ser realizada solamente en el respeto de la dignidad trascendente de la persona humana. Esta representa el fin último de la sociedad, que está a ella ordenada». Detrás de las cifras y estadísticas que ofrecen a diario los informativos, se esconden personas reales, como tú y como yo, con sus sueños, esperanzas e ilusiones. También con sus heridas y el necesario duelo por la separación de sus seres queridos y la tierra que los vio nacer. Historias ante las que debemos descalzarnos, porque cuando nos adentramos en ellas pisamos tierra sagrada.
Afortunadamente, son muchos los movimientos eclesiales que dan respuesta a esta realidad a lo largo y ancho de la geografía nacional. Pastoral de migraciones, trabajadores y voluntarios de Cáritas, religiosos de distintas órdenes, comunidades parroquiales y fieles comprometidos, dedican su tiempo y esfuerzos a recibir con dignidad a quienes no han tenido más alternativa que dejar atrás sus vidas y, con ello, parte de su identidad. Iniciativas que van más allá de la asistencia material y que promueven espacios de escucha, de apoyo y, a veces, de llanto compartido. Santos de la puerta de al lado, que los llamaría el Papa Francisco.
Ojalá seamos capaces de contagiar esta solidaridad a cuantos nos rodean, pues solo si reconocemos a Dios en el otro, el pobre, el que sufre, el hambriento, el preso o el migrante, podremos seguir construyendo el Reino.