Un tiempo de martirio - Alfa y Omega

Un tiempo de martirio

Madrid y los mártires de la España contemporánea, ante la próxima beatificación de 522 mártires en Tarragona: así titula el cardenal arzobispo de Madrid, su Exhortación pastoral de esta semana. Escribe:

Antonio María Rouco Varela
Beatificación, en la catedral de la Almudena, de Madrid, de 22 mártires religiosos y un seglar Oblatos, el 17 de diciembre de 2011.

El próximo domingo, 13 de octubre, al día siguiente de la celebración de la gran fiesta de la Virgen del Pilar, Madre de España, el Delegado del Santo Padre elevará al honor de los altares —expresión tradicional en el culto multisecular del pueblo cristiano a sus santos— a 522 nuevos mártires del siglo XX en España, que se sumarán a los 1.001 ya beatificados durante el pontificado de Juan Pablo II (471 mártires) y de Benedicto XVI (530). Entre ellos, los ya beatificados y los que lo serán el próximo domingo, se encuentra un elevado número que han sido martirizados en Madrid, en la ciudad y en la provincia, en los años 1936 y 1937, los más crueles de la persecución religiosa sufridas por la Iglesia diocesana de Madrid. Religiosos de las Órdenes y Congregaciones de más arraigo en la historia y en la vida de la Iglesia y del pueblo madrileño, constituyen, en el número y en la variedad de las familias religiosas a las que pertenecen, el núcleo principal de los mártires madrileños del siglo XX beatificados por la Iglesia. A ellos se añaden religiosas, sacerdotes diocesanos, seminaristas y fieles laicos. ¡Son centenares! Con toda razón histórica y eclesial se puede afirmar que el siglo XX en Madrid ha sido tiempo de martirio: ¡de Iglesia de mártires! Los mártires, entregando la vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había transformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores, son la prueba más evidente de la fecunda fidelidad de la Iglesia al Evangelio en un lugar y un tiempo determinado; en nuestro caso, en el Madrid contemporáneo. Había que haber nacido, crecido y/o vivido en un ambiente eclesial muy enamorado de Cristo y muy empapado del amor fraterno a los hermanos, vecinos y conciudadanos, creyentes o no creyentes, practicantes o no practicantes, para que puestos ante el dilema de renunciar a su vocación de consagrados, de sacerdotes diocesanos o de apóstoles laicos, es decir, puestos ante la disyuntiva de negar a Cristo y de renunciar a su seguimiento… o la muerte, no dudan en su elección: ¡morir por Él! En el Madrid de los años 30 del pasado siglo, han sido muchos los hijos de la Iglesia y no pocas de sus hijas que prefirieron la muerte antes que negar a Jesucristo.

Por ellos, los mártires madrileños del siglo XX, la comunidad diocesana de los fieles cristianos madrileños prestó a la Iglesia en España y en todo el mundo, al hombre y a la sociedad de aquel tiempo tan dramático de las guerras mundiales y de las luchas fraticidas entre hijos de un mismo pueblo y de un mismo solar patrio, el servicio más valioso que uno pudiera imaginarse. Muriendo por Aquel que nos lleva por el camino de la verdad, del amor y de la vida, morían también por nosotros, por nuestra salvación definitiva ¡eterna!; morían para que la Iglesia, en sus hijos e hijas, en sus pastores y fieles —consagrados y laicos—, resplandeciera en la santidad que es la perfección de la caridad. Y, de este modo, auténticamente purificada y transformada por el amor inequívoco y total de Cristo, pudiera dar al mundo y a los hombres el testimonio límpido y valiente de la fe. La sangre de los mártires fue semilla de cristianos en los primeros siglos de la Iglesia naciente; lo siguió siendo a través de todos los períodos de su historia, sin interrupción alguna hasta hoy. Lo fue, de forma portentosa, en la historia del siglo XX, dramática siempre y trágica en no pocas ocasiones, pero en la que la imagen de la Iglesia, apoyada en el ejemplo y la intercesión de sus incontables mártires, se alzaba como el verdadero signo de la victoria de la esperanza de que la humanidad volvería a poder encontrar el camino de una verdadera sanación de sus heridas más atroces -el odio, la venganza, la guerra, las miserias físicas y espirituales… la explotación del hombre por el hombre- y la senda de una nueva edificación de la Humanidad como una familia universal de hermanos.

Semilla de cristianos, hoy

Nuestros mártires madrileños del siglo XX vistos, contemplados y venerados dentro de la corona de todos los mártires de la España contemporánea, han sido y siguen siendo en la actualidad semilla de cristianos. Ejemplos e intercesores amigos para la nueva evangelización de este querido y viejo Madrid al que estamos llamados a evangelizar: de ese Madrid que late en lo más profundo de nuestros anhelos de solución de sus crisis más dolorosas —el paro, las rupturas familiares, la soledad y el desamparo de tantos niños y ancianos, la dureza de muchos corazones…— y al que queremos llevarle la Buena Noticia del Evangelio que nos salva ahora y siempre: ¡eternamente! Para la Misión Madrid, para su fecundidad espiritual y humana, el ejemplo y la intercesión sus mártires son luz y, a la vez, impulso precioso para el corazón creyente y misionero de los hijos de la Iglesia, sin el cual, pretender ofrecer hoy a nuestros hermanos, sobre todo a los más jóvenes y más necesitados del amor fraterno y de la solidaridad cristiana, el testimonio veraz y convincente de la fe, resulta una quimera imposible. Los mártires, que se beatificarán en Tarragona el próximo domingo son los primeros mártires beatificados españoles del pontificado del Papa Francisco, que nos enseña incansable y conmovedoramente, con sus gestos y con su magisterio, que «la fe es un bien para todos, es un bien común; su luz no luce sólo dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza» (Lumen fidei, 51). Así brilla el testimonio de la fe de los mártires del siglo XX en Madrid y en España: ¡como una prueba irrefutable, heroicamente vivida y trasmitida, de esa esperanza que no defrauda y de la que nos da testimonio gozoso el Papa.