La última película de Rodrigo Sorogoyen, El reino, está siempre a punto de caerse. Pero no se cae. La mirada del cineasta es profunda y trasciende la crítica propia del periódico: los ladrones no son juzgados por sus hechos, sino por su conciencia, esa paradoja inexplicada que nos constituye como hombres y nos aleja del hurón, como bien ha explicado Juan Arana al recibir uno de los premios Razón Abierta, entregados recientemente en Roma. En El reino la cámara se mueve a saltos, como lo harían nuestros ojos ante cualquier tragedia, buscando puntos de amarre, desesperados, fatigados. No hay solución: el hombre escoge el mal y pasa luego toda su vida intentando justificarse.
El protagonista de la cinta busca comprensión en su hija y en su esposa, que resiste lo que puede, aceptando que ella fue también parte del peligroso juego de gastar lo impropio. Pero esa relación fundacional que es el matrimonio salta también por los aires. Es en ese momento mágico, que justifica en sí toda la película, en que la cámara va acercándose a los ojos de la mujer traicionada mientras un abogado lee con acento rutinario la colección de burdeles en los que su marido fraguó su particular pacto con el diablo. Hasta ahí podíamos llegar.
La película busca ser retrato de la España reciente, la del pelotazo, la sobremesa, el sobreentendido y la aquiescencia. La cámara busca el camerino, la trastienda, el minuto antes del telediario: ese espacio de sombra en el que el hombre se mira al espejo y decide lo que quiere ser. Cuando el personaje que interpreta con eficacia Antonio de la Torre elige la mentira y el robo lo hace creyendo que actúa como lo haría cualquiera en su posición. Sigue el camino que siguen todos, el único posible. Por eso, cuando siente que le traicionan, decide tirar del hilo y desenmascarar el sistema del que ha sido expulsado.
El espectador casi siente pudor al observar ese reino cuya existencia tan solo sospechaba. Pero está ahí, y sus monarcas llevan corbata y tacones y se creen invencibles. Hasta que los vemos. Su reino es de este mundo y quienes en él habitan compran sus necesidades y se cuelgan de ellas, se convierten en deudores de aquello que han construido y tiemblan cuando esos cimientos se vienen abajo. Al final, el hombre herido huye del silencio de su yo –un silencio responsable, fundacional, de conciencia– en una carrera llena de ruido que solo puede acabar con su corazón destruido y con sus huesos en la cárcel.