Un paseo por las culturas francesa y española
Hasta mayo en la Fundación Mapfre se puede disfrutar del intercambio artístico entre ambos reinos
La Fundación Mapfre acoge hasta el 8 de mayo de 2022 la delicadísima exposición El gusto francés y su presencia en España. Siglos XVII-XIX. Comisariada por Amaya Alzaga Ruiz, la muestra nos toma de la mano para llevarnos de paseo por las culturas francesa y española que, ya en el reinado de Carlos II, el hechizado, comenzaron a entremezclarse de tal manera que, cuando llegó el tiempo de Goya, Francia era el referente del buen gusto en nuestra patria. No en vano la llegada de los Borbones al trono de España supuso un impulso fortísimo de los intercambios culturales entre los dos reinos. Así, haciendo buena la frase del marqués de Castelldosrius, embajador de España en París («¡Qué alegría, sire! ¡Ya no hay Pirineos!»), Madrid acogió extraordinarios retratistas que llegaron a pintar a los reyes de la casa de Borbón. Ahora bien, no solo fue la pintura. La escultura, la orfebrería, el vestido y las mal llamadas artes menores, recibieron la influencia francesa hasta el punto de que el estilo de Versalles asentó sus reales entre nosotros y ahí están el Palacio Real de Madrid, el de La Granja y el de Aranjuez para demostrarlo.
¡Cómo se agradecen las exposiciones a escala humana! Esta, dividida en diez secciones y un epílogo, puede visitarse sin fatiga ni agobio. Más de 30 instituciones han cedido piezas. La numerosa representación de la pintura –nada menos que 45 cuadros– se salpica con dibujos, esculturas, piezas suntuarias y decorativas y objetos de uso cotidiano, de modo que las imágenes que el visitante lleva en la retina se cargan de vida y cobran fuerza. Uno espera que, a la vuelta del pasillo, aparezca Cadalso escribiendo las Cartas marruecas o Goya enviándole unas líneas a su amigo Martín Zapater. Vean este retrato de doña María de los Dolores Leopolda Cristina de Toledo y Salm-Salm, duquesa de Beaufort-Spontin, con sus hijos, pintado en torno a 1789. Admiren la textura de los tejidos. Reparen en esos rojos y esos blancos. Den unos pasos para ver este vestido. Imaginen la etiqueta de los palacios madrileños. Vean esta Indumentaria femenina compuesta de vestido, camisa y spencer que bien pudo contemplar la invasión napoleónica con sus afrancesados. España domina un imperio formidable, pero la moda llegaba de París. No se sientan heridos en el orgullo patrio. Este siglo dio a un pintor españolísimo como Goya… que morirá en Burdeos.
Descúbranse ante el retrato imponente de Luis XVI salido de los pinceles de Antoine-François Callet. Tienen ante ustedes al rey de Francia en el tiempo en que Europa hablaba francés, como tituló el gran Marc Fumaroli uno de sus libros más aclamados (Acantilado, 2015). En efecto, no hay realeza sin arte que la represente. Hay una verdadera industria, porque de todas partes se reclaman retratos de los reyes.
En 1715 se establece en la corte española Michel-Ange Houasse y al poco tiempo le sigue Jean Ranc. En 1735, a Ranc lo sustituye Louis-Michel Van Loo, que terminará convirtiéndose en el primer pintor del rey y director de pintura de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, que se fundó en 1752. Con Carlos IV esta moda francesa alcanza su apogeo. Lo llamaron el rey relojero por su afición a estos aparatos que cohonestaban belleza y precisión. Tampoco ellos han faltado a esta cita y pueden ustedes admirar el coqueto Reloj de la Fuerza y la Prudencia, obra de François-Louis Godon y Joseph Coteau.
Sería un error pensar que esta influencia francesa se marchó como vino. No fue así. Dejó una visión de nosotros, los españoles, que marcó la impronta romántica que tuvieron de España en resto de los europeos. Nuestra tierra quedó como el reducto de lo oriental, lo misterioso, lo antiguo, en un continente que iba entrando en la era industrial. Éramos el último vestigio de un mundo más libre y más auténtico; o al menos así nos veían. En 1832 arriba a Cádiz Eugène Delacroix, príncipe de los pintores románticos franceses. Otros harán lo propio, como Adrien Dauzats y Henri-Pierre-Léon Pharamond Blanchard. Les interesaban lo que consideraban tipos españoles: mendigos, gitanos, bandoleros y vagabundos y otros tantos mitos del romanticismo. El viaje a España adquirió un aura de experiencia iniciática que abría los sentidos a nuevas experiencias. La exposición nos trae, por ejemplo, Los vagabundos, del celebérrimo Gustave Doré, que nos evoca las imágenes tantas veces repetidas de la mendicidad infantil y la pobreza como tipos populares. El costumbrismo patrio, que ya encontramos en las andanzas de Lázaro de Tormes, recibe aquí savia nueva llegada de la dulce Francia. En Curro Jiménez y sus amigos resuenan los ecos de esos románticos que soñaron la mitología del trabuco y el calañés.