Hay ojos que conviene leerlos. Los de Kerly muestran todo sin necesidad de palabras. Una mirada en forma de pregunta, intentando comprender qué interés puede tener que alguien la fotografíe con un objeto negro. En esta historia no hay teléfonos móviles, ni dibujos de televisión, ni disfraces de princesas de Disney. Kerly ha crecido asomándose al mundo a través de árboles milenarios, de agua llena de vida, del vuelo de los tucanes y de las canciones en Kichwa de los Sarayaku, un pueblo indígena de la Amazonía ecuatoriana. En esta historia tampoco hay un parque de bolas ni bicicletas con ruedines, pero si una sabiduría milenaria parapetada por casi ocho millones de kilómetros cuadrados de selva virgen, en los que viven tres millones de indígenas, algunos de ellos en aislamiento voluntario, sin ningún contacto con la civilización.
En esta historia tampoco hay tiempo que perder.
Conocí a Kerly después de haber atravesado una esquina de la Amazonía llena de cicatrices formadas por miles de kilómetros de oleoductos que marcan la ruta de la muerte en esta parte del mundo. Cuando alguno se rompe, todo se destruye a su alrededor: ganado, pesca, cultivos y se incrementan los casos de cáncer. La Amazonía se ha convertido en el refugio de vidas en suspenso. Unas 390 comunidades intentan que los incendios, las petroleras, las hidroeléctricas o las empresas mineras no acaben con su madre tierra. Ya lo están haciendo con ellos. El cáncer, que afecta en algunos lugares al 10 % de la población, ha marcado a muchas familias. Los acuíferos contaminados, el gas sobrante de la actividad petrolera y los pozos donde entierran los residuos producen heridas irreversibles.
En esta historia el paraguas verde de Kerly es un signo de esperanza. Y aunque parece que a algunos les molesta que se vaya a celebrar un Sínodo dedicado a la Amazonía, necesitamos de la mirada limpia de esta niña para aprender a cuidar la tierra y las personas. Preocuparse de la creación es defender la vida. De eso va el Sínodo. El compromiso del Papa Francisco enlaza con aquel «ve y repara mi Iglesia» que oyó san Francisco de Asís. Hoy, nuestra casa común, la tierra, la Amazonía, necesita con urgencia ser reparada para seguir albergando vida.
La Red Eclesial Panamazónica (REPAM) se ha convertido en un referente frente a una amenaza que afecta, en primer lugar, a las poblaciones más pobres y vulnerables, pero que empieza a tener serias consecuencias para la humanidad en su conjunto. Además, este Sínodo hará justicia y reforzará el trabajo de tantos misioneros que se han dejado la vida en tierras perdidas en los mapas. Tenemos la oportunidad de escuchar el grito de la tierra y dar una respuesta radical. Se lo debemos a Kerly y a los que vendrán después.
Antes de que sea demasiado tarde.