Un místico con el espíritu de un niño
En vísperas del nacimiento del Mesías, el Hijo de David, el Museo Diocesano de Milán acoge la exposición Chagall y la Biblia, en la que bien puede apreciarse lo que una vez escribiera el propio Marc Chagall: «Yo no veo la Biblia, la siento»
El Museo Diocesano de Milán reúne, hasta el próximo 1 de febrero, una exposición singular, dedicada a Marc Chagall y la Biblia. El Antiguo Testamento, e incluso el Nuevo con diversas representaciones de un Jesús crucificado identificado con el sufrimiento contemporáneo del pueblo hebreo, fue una referencia habitual en la obra de este pintor judío de origen ruso. Su interés por los textos bíblicos nació, sobre todo, a partir de un viaje a Palestina en 1931, donde buscó inspiración para un encargo del editor Ambroise Vollard, consistente en ilustrar escenas de la Biblia. Chagall se dejó fascinar por la luz y el color mediterráneos de aquellas tierras. No pintó allí ninguna escena, tan sólo paisajes, aunque su estancia le serviría para reafirmarse en la convicción de que la Biblia es la más grande fuente de poesía de todos los tiempos. Esa creencia le acompañó desde su primera juventud y quiso reflejarla en el arte y en la vida. De hecho, el Museo Nacional del Mensaje Bíblico de Niza, inaugurado en 1973, con el apoyo del entonces ministro de Cultura, André Malraux, reúne una gran parte de las obras bíblicas de Chagall. Es un museo en el que la estética no puede separarse de la espiritualidad. No pueden contemplarse de otro modo estas obras de Chagall, y no cabe rebajarlas a la categoría de reflexiones sobre sueños o combinaciones de formas y colores. Como bien ha afirmado el cardenal Ángelo Scola, arzobispo de Milán, hay que superar lo meramente estético para entrar en esa profundidad espiritual encerrada en las escenas bíblicas.
Podemos definir la Biblia como la crónica del encuentro entre Dios y el hombre. Nuestro pintor así lo creía, y no es difícil percibir que, en sus trabajos, existe un deseo de infinito. En esto consiste el misterio Chagall, muy diferente al de otros pintores no menos magistrales. La diferencia reside en que el misterio chagaliano supone una invitación a profundizar en la vida espiritual. Es una llamada a la trascendencia. No es exagerado señalar que el mundo interior de Chagall cobra plena realidad en su representación externa. Picasso decía del artista ruso que se pasaba la vida soñando. A Chagall no le habría molestado oírlo, porque otro de sus admirados personajes bíblicos, José, fue calificado también de soñador por sus hermanos (véase Gn 37, 19).
Una buena parte de los fondos de esta exposición procede del citado museo de Niza. Destacaremos Abrahán preparado para sacrificar a su hijo Isaac. Entre un cielo sombrío y el desbordante verdor del paisaje, llama la atención el cuchillo de grandes dimensiones esgrimido por el patriarca, desplegado ante el rostro sereno de Isaac tendido en un lecho de piedra. En cambio, la perplejidad es mayor en Abrahán. Es un anciano con facciones jóvenes y tiene una barba blanca que recuerda a un rabino. Sobre él se despliega un ángel que detendrá el sacrificio y que puede evocar a una paloma, símbolo bíblico de la paz.
No falta tampoco en esta muestra La lucha de Jacob con el ángel, episodio de la Escritura que Chagall representó en diversas ocasiones. Algunos críticos han pretendido interpretarlo como una lucha entre el hombre y su destino, aunque el artista nunca habría aceptado esta percepción, ni menos aún la de un destino trágico para el pueblo judío. Un israelita piadoso no es fatalista ni ve a Dios como un enemigo. Después de todo, Jacob se arrodilla ante el ángel y éste parece bendecirle en la frente.
Pero si tuviéramos que señalar un personaje bíblico particularmente querido por Chagall, éste sería el rey David. Recordemos que David se llamaba uno de los hijos del artista y también un hermano suyo que murió muy joven. Representó al rey en diversos momentos de su vida, como en David toca ante Saúl con el arpa. Aquí David es un joven de hermosa presencia, casi un ángel, y hace brotar música de las cuerdas para apaciguar el ánimo de un Saúl encolerizado y melancólico que se cubre el rostro con la mano. Un ejemplo de la conocida mansedumbre de David, a la vez niño y hombre, como el propio Chagall, que se calificaba a sí mismo como un niño de cierta edad. Y también encontramos un alma de niño en un David de tonos azules, pues el azul es un color de espiritualidad. Es un rey que juguetea con el arpa, en una actitud entre divertida y melancólica.
Estamos ante una exposición en la que se cumple lo que una vez escribiera Chagall: «Yo no veo la Biblia, la siento». Pero el pintor no se queda con sus sentimientos; es un místico con el espíritu de un niño. Lo será durante sus 98 años de existencia, y por eso los críticos a duras penas pueden clasificar su obra en géneros y estilos.