Como periodista de esta casa me ha tocado escribir sobre varios mártires, pero solo a uno de ellos me puedo referir en tono familiar. El tío Tico, que en realidad se llamaba Modesto Boceta Álvarez, era el hermano de mi abuela. Todavía no ha sido declarado mártir, su proceso se encuentra tan solo en los prolegómenos, pero tiene pinta de que llegará a buen puerto: la documentación no deja lugar a dudas.
El tío Tico nació en La Rúa de Valdeorras (Orense) en 1915. Con tan solo 15 años ya despuntaron su fe y valentía. Prueba de ello es la reacción que tuvo cuando las milicias republicanas quemaron la capilla de su colegio —el de la Inmaculada y San Pedro Claver— el 11 de mayo de 1931. Tras desatarse el incendio, el profesor mandó a todos los alumnos a su casa, pero Tico se dirigió a la iglesia y logró salvar un crucifijo, que escondió bajo la chaqueta.
El suceso le pudo haber costado la vida, pero Modestico no fue fusilado por ello, sino por pertenecer a la Acción Católica de la madrileña parroquia de Santiago y San Juan Bautista. Su nombre figuraba en los ficheros del templo, que cayeron en manos de varios policías de la comisaría de Leganitos. De esta forma, el 11 de octubre de 1936 fue detenido y conducido a la Dirección General de la Policía, situada en la puerta del Sol. Allí pidió confesarse y recibir la comunión, según los testigos. Posteriormente, fue trasladado a la cárcel Modelo y, en la madrugada del 27 al 28 de noviembre, a Paracuellos del Jarama, donde fue acribillado a balazos.
A la luz de esta historia y de la inminente apertura de la causa de martirio, cabría preguntarse: ¿Cómo se vive el hecho de tener a un posible mártir en la familia? Porque podría parecer que se trata de una señal indeleble que marca el destino de fe de toda la parentela de Modesto. Nada más lejos de la realidad. La respuesta a esa pregunta, de hecho, no puede ser colectiva. Depende de cada uno. Al igual que no todos los testigos de los milagros de Jesús se convirtieron de forma fulminante, tener un tío abuelo mártir podría llegar a convertirse en algo anodino.
Para que esto no ocurra creo que es buena idea encomendarme a su intercesión —especialmente le pido por mi prima Patricia, que lleva un par de meses en el hospital— y difundir su mensaje, que nos habla de dar la cara por Cristo aún a riesgo de quemarnos con las llamas de la intolerancia.