Hussein todavía no ha terminado el cole, así que sigue viniendo al apoyo escolar hasta que termine sus exámenes. Cada día, antes de irse, me pregunta si puede jugar un rato en el patio. ¿Cómo decirle que no? Le dejo un balón y si tengo un ratito juego con él al fútbol hasta que su santa madre le reclama para volver a casa. A veces pienso que Hussein viene más por esos diez minutos de juego que por la hora y media de estudio. Cómo culparle si yo también haría lo mismo.
Algo parecido ocurre al terminar el turno de tarde en la escuela. Desde que llegó el calor, las madres se quedan en casa y son los hermanos mayores los que vienen a buscar a los peques. De paso aprovechan y juegan un rato hasta que echamos el cierre. Tras apurar la última carrera se despiden agradecidos hasta el día siguiente. No es solo una cuestión de tener un sitio donde jugar, sino más bien de tener un sitio donde jugar a gusto. Me ilusiona pensar que en nuestro centro se sienten queridos y respetados.
Crear un lugar seguro no se improvisa, requiere muchas horas con las puertas abiertas, con el corazón abierto, intentando escuchar y acompañar a todo aquel que llega pidiendo ayuda. No os puedo engañar, no siempre podemos ayudarlos: las necesidades son inmensas y los recursos, escasos, pero cada uno merece ser escuchado, solo así nos hacemos dignos de su cariño y confianza. A veces toca llevar a Sheirin y Almaza al hospital para que les traten la sarna, otras escuchar a Taher quejarse por la desgracia de haber nacido palestino en Siria y otras simplemente toca jugar al fútbol cinco minutos con Hussein antes de volver a casa.