Está a punto de ponerse el sol. Las 15 familias sirias han ido llegando a nuestro centro y ya esperamos, sentados a la misma mesa cristianos y musulmanes, la ruptura del ayuno. Estamos en Ramadán, un tiempo de ayuno pero también un tiempo de celebración familiar, por eso hemos querido festejarlo junto a algunas de las familias a las que servimos en el Líbano. A medida que la cena va avanzando comienzan los cantos: suena el laúd y las canciones de Fayrouz, una niña se levanta para recitar una poesía, un hombre se arranca con una canción de Alepo. Alguna lágrima pero muchas sonrisas; aquellos a los que el odio y la guerra les ha arrebatado todo recuperan por unas horas la dignidad robada.
De repente algo altera la alegría de la noche. Desde uno de los edificios colindantes alguien ha tirado una par de botellas. Alguno de los vecinos no debe de estar muy contento de ver tantos sirios en su barrio. Lo primero es comprobar que todos estamos bien, un verdadero milagro habiendo más de 100 personas, la mayoría de ellas menores. Una botella aterrizó en el tejado y la otra en mitad de una mesa; un metro en cualquier otra dirección hubiera supuesto una desgracia, pero por suerte solo ha sido un susto. Alguien grita, pero predomina el silencio: el silencio del miedo, del dolor, de la resignación. Con gran pena nos disculpamos y damos por terminada la cena.
Alaá solo tiene 10 años pero reconoce la tristeza en mi rostro, quizás por ello me abraza y me da un beso. Me aguanto las lágrimas. Me despido de todos ellos en la puerta, me dicen que no nos preocupemos porque están acostumbrados. Acostumbrados al odio, acostumbrados al desprecio, acostumbrados a la violencia. Yo no me acostumbro, yo no quiero acostumbrarme.