Un hilo de voz - Alfa y Omega

«Esta es mi voz, grabada en el tiempo. / El hilo de voz de un hombre corriente. / Es el documento de lo que sentí, / que prueba que un día estuve aquí». Con estos versos empieza y concluye Amor, el último disco de la veterana banda barcelonesa Delafé y las Flores Azules (2025), una preciosa canción-río de 31 minutos de duración, concebida como un «un testamento en vida» para Luca, el hijo pequeño de Oscar D’Aniello, compositor y miembro del grupo. El músico catalán ideó esta obra a partir de las letras y melodías de las nanas que cantaba a su hijo cuando era un bebé, en un intento de registrar la huella amorosa que la vida, en especial el regalo del nacimiento de Luca, dejó en él: «Amor es un legado. Una firma. Una palabra eterna que pueda seguir hablando más allá de la vida. Supongo que eso es el arte, una especie de inmortalidad soñada que nos permitirá seguir acompañando a quien nos mire o nos escuche… entre ellos a Luca, mi hijo».

La escucha de este disco me ha recordado la historia de cuando a mi hijo mayor le pidieron en el colegio hacer un árbol genealógico de la familia. Con gran esfuerzo, y tras consultar varias veces a los abuelos y a algunos tíos, logramos llegar a los nombres de los bistatarabuelos —¡incluso averiguamos el de una tataratatarabuela!—, pero no pudimos pasar más allá. Tras completar el árbol, mi hijo se quedó pensativo un buen rato repasando las partes de arriba que se habían quedado en blanco en el papel y, de repente, me dijo: «Papá, ¿no te da pena que haya gente que vivió de la que ya nadie se acuerda?». En ese instante comprendí que, más que la inmensidad del espacio, lo que da la medida de nuestra insignificancia es la vastedad del tiempo.

Hace unas semanas el joven poeta madrileño Marcos Nogales (1994) publicó su nuevo poemario, Salto de Fe (Rialp), accésit del prestigioso premio Adonáis en su edición de 2024. La poesía de Marcos tiene ese tono —tan difícil de conseguir— de hablar de cosas profundas con ligereza y naturalidad. Uno de los temas centrales del libro es la memoria y el rastro en el tiempo de las cosas que una vez sucedieron y nos dejaron huella, así como el dolor de vislumbrar su pérdida y potencial olvido, como ocurre en «Herencia»: «Desde que fallecieron mis abuelos / solo cuento como herencia tres preguntas: / por qué escribieron DOLOR / en su última caja de pastillas, / quiénes fueron los padres de mi abuelo / y por qué murió sin tener una respuesta». O también en el poema precisamente llamado así, «Memoria»: «En el primer piso de mi bloque, / una anciana plantó unas flores. / De aquello, ahora, solo quedan / unas hojas secas y este poema».

Un apremiante deseo de trascendencia azuza el ánimo del poeta en el conciso «Un poema»: «Un poema que me sobreviva; / es todo lo que aspiro a escribir», o en el melancólico «El camino»: «Va rogando con una breve oración / que pase algo, algo que le dé sentido»; pero la esperanza siempre irrumpe repentinamente de la improbable posibilidad de un que acoja la súplica de sentido, cuya presencia se intuye en cada paso que se da: «Desde mi ventana se ve otra ventana, / no un árbol, no el cielo o el mar, / otra ventana a la que alguien se asoma / y también mira esperando algo más».

Sin embargo, mi poema favorito —por razones evidentes— es «Preguntas incómodas», el cual, haciéndose un inesperado eco de la historia del árbol genealógico de mi hijo, que conoció a través de la red social X, dónde la conté en su día, da un vuelo y un poso aún mayores a su embarazosa pregunta, conectándola con ese sentimiento de desamparo que nos invade a todos cuando nos detenemos por un instante a contemplar el arco completo de nuestra vida en el insondable conjunto de la historia: «El árbol, sin terminar, ya está acabado / por raíces que olvidaron sus ramas / y veo ante mis ojos mi futuro más lejano: / estoy condenado a convertirme / en un rectángulo lleno de silencio».

La obra poética de Marcos Nogales, al igual que el hálito que anima el Amor de Delafé y las Flores Azules, está atravesada por «ese extraño anhelo / que lucha para que el amor sea amor / y no un recuerdo», en palabras del poeta, y es justo ahí donde más bella florece la paternidad de Oscar D’Aniello en la admonición que dirige a su hijo: «Quieren que vivas en el futuro siempre, / para así perderte el presente, / y presente es sinónimo de obsequio, de regalo, / de verte y disfrutarte, de que ahora y aquí son para siempre». Tanto Amor como Salto de Fe son un delicado recordatorio de que nuestra grandeza radica en la aceptación de nuestra insignificancia; en el descubrimiento de que, aquí y ahora, somos el minúsculo y frágil —pero absolutamente preciado y único— punto donde el universo puede tomar conciencia amorosa de sí mismo.