Un canto a la humildad
Domingo de la 14ª semana de tiempo ordinario / Mateo 11, 25-30
Evangelio: Mateo 11, 25-30
En aquel tiempo, tomó la palabra Jesús y dijo:
«Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien.
Todo me lo ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera».
Comentario
El Evangelio de este domingo presenta un canto de alabanza y de profundo agradecimiento que Jesús dirige al Padre. Es, por tanto, una acción de gracias emocionada.
Jesús ha realizado previamente una evangelización en torno al lago de Galilea, que en principio ha tenido mucho fruto: las ciudades se han abierto a Él, las multitudes lo han seguido. Pero conforme van asumiendo el mensaje sus seguidores empiezan a marcharse. Jesús se ha encontrado con un gran debate: ¿quién es más: el Bautista o Él? (cf. Mt 11, 1-19). Pero en el fondo ni aceptan a Juan Bautista ni lo aceptan a Él. No tienen criterio. Precisamente las ciudades en las que Jesús había realizado prodigios, como Corozaín y Betsaida, sus ciudades, que Él evangelizó, no han dado señales de conversión (cf. Mt 11, 20-24).
En ese momento, en ese gran fracaso de Jesús, nace esta acción de gracias con gran hondura y enorme realismo. Jesús no eleva a Dios un lamento, sino una confesión que es alabanza y bendición. Sin embargo, no es la acción de gracias del triunfador, sino del hombre del pollino que va montado sobre esa humilde cabalgadura (cf. Zc 9, 9-10). Jesús no da gracias al Padre por un hecho aislado, sino por algo permanente en el plan de Dios, por algo que es una característica propia de la acción de Dios en la historia de la salvación. Por tanto, es una acción de gracias muy honda.
El plan divino es darse a conocer a los pobres y sencillos, porque los sabios y soberbios están cerrados, no pueden ver ni oír, porque solo se ven y se oyen a sí mismos. Están absortos en sus pretensiones de grandeza, en sus sueños de poder, en su necesidad de bienes. Por tanto, están cerrados ante Dios. La vida íntima de Dios solo se abre a esos hombres y mujeres que viven en la sencillez y en la apertura de corazón. Así, para completar esta acción de gracias, terminará diciendo: «Venid a mí los agobiados, los cansados, los que en la lucha de la vida habéis sufrido y estáis llenos de heridas y de fracasos. Venid a mí, porque yo no soy juez: soy manso y humilde de corazón. No soy agresivo ni destructor, no pretendo pisar a nadie. Yo soy los brazos abiertos del Padre». Él espera que cuando nos sintamos heridos y rotos vayamos a Él y nos encontremos con Él. Entonces veremos la luz.
Este canto de acción de gracias de Jesús nos invita a reflexionar sobre la humildad, que es tan importante en nuestra vida. La humildad no es una potencia humana para realizarse como persona, ni tampoco es una virtud teologal (fe, esperanza y caridad), que sería la divinidad en nosotros. La humildad es algo previo a eso: es la aceptación de nuestro ser. Es simplemente reconocer que soy lo que soy.
Humildad es una palabra que proviene de humus, que significa tierra. El ser humano está hecho de barro, y el barro es barro, aunque tenga dentro el aliento de Dios. Por eso, la Biblia representa el primer pecado como un enorme pecado de soberbia, es decir, como una traición a nuestra naturaleza de criatura. Hay un momento, muchos momentos, en que no toleramos que seamos barro, y entonces aparece la soberbia. Sin embargo, la humildad es «andar en la verdad», como decía santa Teresa de Jesús. Es vivir en la verdad, porque es el reconocimiento de nuestra fragilidad. Somos barro, pero al mismo tiempo somos una maravilla realizada por Dios.
La humildad no es la falsa humildad, ni es menospreciarse a uno mismo. Esto en el fondo puede ser la soberbia de quien se siente humillado porque no es como querría ser. Son formas disimuladas de soberbia. Sin embargo, la humildad es aceptarse en la pequeñez con alegría. Es reconocer las limitaciones que uno tiene y las necesidades de apoyo en Dios y en los demás. Alguien empieza a ser humilde cuando tiene un concepto moderado y realista de sí mismo, sin caer en el desánimo; cuando vive con una gratitud inmensa y continuada por tanto como ha recibido; cuando siente un amor al anonimato y a pasar desapercibido, sin necesidad de aplausos; cuando valora positivamente a los demás.
La verdadera humildad conforme va creciendo nos acerca a Dios porque nos abre a su voluntad. Sin embargo, la soberbia antepone nuestros planes con el deseo de que Dios los sirva. ¡Cuántas personas ante una desgracia rompen con Dios y llegan a odiarlo! ¿Qué Dios era el suyo? ¿Quién es más ateo: el que niega a Dios o el que se inventa a un Dios para que lo sirva a él?
Pidamos la gracia de la humildad: ser lo que somos a los ojos de Dios y caminar en la vida con el auxilio del Señor.