Un año de pandemia - Alfa y Omega

Un año de pandemia

Dos capellanes, una pareja y un miembro de Sant’Egidio fueron protagonistas en el primer número de Alfa y Omega del confinamiento. Doce meses después, volvemos a hablar con ellos

Fran Otero
Lucas y Gloria se casaron el 14 de marzo de 2020. Esperan su primer hijo. Foto cedida por Lucas y Gloria

Estos días se cumple un año de la pandemia que nos ha cambiado la vida. Un año desde que se empezaron a cerrar residencias de mayores, colegios… Un año, el 14 de marzo, del primer Estado de alarma al que siguió un duro confinamiento. Un año en el que hemos perdido a más de 71.000 personas por la COVID-19 y más de 3,5 millones de personas se han infectado, hemos superado varias olas y se han aprobado las vacunas.

Aunque con muchas incertidumbres, en el primer número del confinamiento, hecho desde casa, este semanario ya advertía de la importante presencia de la Iglesia en una situación cuyas dimensiones todavía no alcanzábamos a prever. En los hospitales, en los cementerios, con las personas sin hogar o con los sacramentos. Hoy, doce meses después, volvemos a aquellos testimonios: el de Gerardo Dueñas, diácono permanente, capellán de hospital y subdelegado de Pastoral de la Salud de la archidiócesis de Madrid; el de Pedro José Lamata, párroco de San Fulgencio, también en Madrid, en cuyo territorio están los cementerios de San Justo y San Isidro; el de Carlos Trujillo, de la Comunidad de Sant’Egidio, y el de Lucas Sagué y Gloria Diez, que adelantaron su boda y se casaron justo el 14 de marzo.

Gerardo Dueñas en la capilla del hospital donde ejerce como capellán. Foto cedida por Gerardo Dueñas

«Lo que en un principio fue un salto al vacío de fe, sin saber lo que nos esperaba o si iba a ser la decisión correcta o no, ha pasado a ser una certeza de que hicimos lo mejor. Cuando uno se abandona en las manos de Dios, Él responde con creces», explican Lucas y Gloria. Pasaron de 150 invitados a diez, de una gran fiesta a un picoteo… y se instalaron en una casa vacía que llenaron sobre la marcha para confinarse como el resto.

—En el reportaje del año pasado confesabais que «Dios siempre sorprende». ¿Lo ha hecho durante este tiempo?

—Nos sorprende lo mucho que nos ha cuidado, cómo nos ha ido allanando el camino con el trabajo y permitiéndonos vivir el embarazo de José, el hijo que esperamos, juntos y de un modo especial.

A Gerardo Dueñas le vienen a la memoria el testimonio de un capellán habituado a trabajar en cuidados paliativos: «Una vez se quitaba el EPI y entraba en la capilla era imposible que no se le saltaran las lágrimas». Han sido meses de mucho trabajo, algunos sin descanso, de organizar servicios de atención espiritual y religiosa en IFEMA o en el Zendal, y apoyando otros lugares críticos: morgues, crematorios… «Son momentos de incertidumbre, miedo y de mucho trabajo. Teníamos tanto que no nos daba tiempo a pararnos. Hemos intentado poner todo a la luz de la fe», explica.

En los hospitales, constata, se puso de manifiesto que todas las personas que allí trabajan forman «un gran equipo». Si bien la sanitaria es la labor prioritaria, recuerda que hay otro personal «imprescindible», donde se integran los servicios de atención espiritual. «Hacemos nuestra tarea de acompañar, de escuchar, de poner esperanza y un poco de paz entre tanta incertidumbre. Hemos hecho lo mismo que siempre, pero con mascarilla, hidrogel, EPI…: acompañar, llevar la esperanza cristiana y descubrir en el enfermo la presencia del Señor».

Lamata reza el pasado lunes en el cementerio de San Isidro. Foto cedida por Pedro José Lamata

Vínculo con la eternidad

El sacerdote Pedro José Lamata sentía rabia aquellos días de marzo por no poder acompañar adecuadamente a las familias en la sepultura de sus seres queridos –hubo momentos en los que nadie podía entrar en el cementerio, ni siquiera él–; por no poder ir junto al féretro hasta la tumba y solo rezar en la entrada. Si los sacerdotes que atienden la parroquia y los cementerios se hacían cargo normalmente de dos o tres entierros al día, entonces superaban la decena: algunos días doce, otros 18.

Una vez mejoró la situación, el acompañamiento, confiesa, se convirtió «en lo más importante». «Me impresiona mucho, porque como sacerdotes tenemos algo que decir. Las familias esperan lo que haga falta para hablar con nosotros, para contarnos quién era su familiar. Eres como un vínculo con la otra orilla de la eternidad», añade. Además, ha comprobado que participa más gente en las celebraciones y que son más las personas que acuden al cementerio para despedir a sus seres queridos o amigos.

Carlos Trujillo, de Sant’Egidio, en la puerta de Nuestra Señora de las Maravillas. Foto cedida por Carlos Trujillo

Carlos Trujillo recuerda las salidas organizadas por Sant’Egidio para cuidar a las personas sin hogar: «La imagen que tengo de entonces es bastante apocalíptica: pasear en una ciudad vacía en la que estas personas estaban abandonadas». Y con ello, también la alegría que le transmitían sus «amigos» por no haberlos olvidado, por llevarles comida, productos de higiene o abrirles las puertas de la iglesia de Nuestra Señora de las Maravillas. Y deja un mensaje. Cree que se ha perdido una oportunidad para dar una respuesta a largo plazo a la situación de las personas sin hogar: «Volver a la calle es la triste normalidad de mucha gente en este tiempo tan difícil a nivel sanitario y económico».