Por lo que respecta a las nuevas formas que debe adoptar la presencia cristiana con vistas a una nueva evangelización, el Papa Francisco ha sido claro y tajante: no existen fórmulas mágicas ni precocinadas, y quien presuma de tenerlas nos engaña. Sin embargo está abierto un amplio campo de debate, o mejor aún, de experimentación y verificación. Que surjan iniciativas de lo más variopinto y se busquen referentes en la tradición (sin que ello implique mimetismo ni arqueología) demuestra que sigue viva la urgencia de la misión.
Por eso ha llamado mi atención la forma en que tres intelectuales norteamericanos se han fijado en otras tantas figuras de la historia de la Iglesia como referencia útil para el momento presente. El primero de ellos, Rod Dreher, se decanta por lo que denomina la «opción benedictina», haciendo eco a la famosa formulación del filósofo Alasdair MacIntyre. Dreher toma conciencia de la condición de minoría de la fe cristiana en la ciudad secular, del poder arrollador de los medios y de las instituciones para modelar la mentalidad común, y de la propia debilidad de la Iglesia, lastrada por un creciente descrédito social (su mirada está marcada por la explosión del escándalo de los abusos sexuales en los EE. UU.). Por todo ello, considera necesaria la creación una red de pequeñas comunidades en las que la fe sea vivida de un modo exigente, donde se genere una especie de contracultura (y eso implica elaboración y educación) que haga frente a la barbarie, tomando como horizonte ideal la experiencia del monacato benedictino tras la caída del Imperio Romano.
Los otros dos protagonistas del debate, C.C. Pecknold y Michael Driessen, reconocen el atractivo de esta «opción benedictina», pero inmediatamente reconocen su malestar por lo que pueda implicar de retirada de la ciudad común, de no-presencia en el debate público y de incapacidad de diálogo con el mundo que nos circunda. Es posible que la forma en que Mac-Intyre describe el fenómeno pueda dar lugar a semejante equívoco, pero la verdad es que el benedictismo jamás supuso un desentenderse de la historia. Los muros de los monasterios eran muy porosos, eran focos que irradiaban vida, que dialogaban con la cultura antigua (por eso la preservaron de la destrucción), y generaron la ciudad europea en todas sus dimensiones. No sólo eso, continuamente los monjes salían de sus monasterios para alcanzar tierras lejanas y desconocidas. Los binomios permanencia-salida y morada-misión siempre estuvieron activos entre los benedictinos.
A pesar de todo, M. Driessen considera que se adapta mejor a las condiciones de nuestro presente secularizado la que denomina «opción franciscana», identificando con ella una comunicación directa y esencial del núcleo de la fe a campo abierto, cuerpo a cuerpo, por los caminos del mundo, tal como lo hiciera el gran santo de Asís. Se trataría de ofrecer un testimonio centrado en la misericordia de Dios, desde dentro del propio tejido secular, separándose de lo que ahora se denomina (con connotaciones claramente negativas) «guerra cultural». Driessen considera que esta fórmula es la que resuena en el pontificado de Francisco, y especialmente en su encíclica Laudato si. Que estas resonancias pueden encontrarse en el discurso del Papa es innegable, pero que tengan en su magisterio una suerte de formulación acabada y alternativa a otras, es algo que yo no comparto.
Entra en escena un tercer protagonista, C. C. Pecknold, que en la revista First Things propugna una nueva vía, en este caso la «opción dominicana», en referencia a la Orden fundada por Santo Domingo de Guzmán, contemporáneo de San Francisco de Asís. A su juicio, en el movimiento dominico también arde el fuego de la radicalidad evangélica, pero acompañado de una tensión por la elaboración cultural que el franciscanismo no tuvo en sus primeros pasos. Y puestos a imaginar, traslada la imagen de los predicadores dominicos que debatían con los albigenses al momento actual. Para Pecknold, este modelo dominico entronca mejor con las circunstancias actuales, porque permite un testimonio alegre, intelectualmente serio y lleno de caridad, pero capaz de generar el contraste necesario con la cultura secularizada.
El artículo de Michael Driessen, publicado en Il Foglio, se hace eco de las opiniones de sus colegas, y viene a reconocer algo tan sensato como que las tres opciones son complementarias (y añado yo, no tiene los contornos tan rígidos que pueden parecer a una mirada superficial) y el momento actual de la Iglesia necesita de todas ellas. Traza además un paralelo simpático y cariñoso (aunque admita muchas matizaciones) entre aquel abrazo que la tradición ha consagrado entre Francisco y Domingo (no sabemos si realmente se produjo, pero es hermoso imaginarlo) y el que han intercambiado repetidamente los papas Benedicto y Francisco, cada uno con su peculiar e intenso carisma.
Yo he disfrutado con este coloquio en la distancia. Creo que la Iglesia necesita hoy la capacidad de construir verdaderas comunidades de fe, esperanza y caridad, al estilo de San Benito, capaces de una paciente siembra de civilización. Necesita la frescura y el ímpetu arrollador de San Francisco, que comunicaba el Evangelio sin glosa, en cualquier lugar y sin condiciones previas, capaz de buscar a los más alejados hasta el fin del mundo. Y requiere el trabajo cultural y la predicación que enhebra fe y razón, tan propias del movimiento dominico, para hablar al mundo de hoy también en sus centros de pensamiento y decisión.
José Luis Restán / Páginas Digital