«No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en la calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la Bolsa»: lo dice el Papa Francisco en su Exhortación Evangelii gaudium, y añade que «eso es exclusión», y que «no se puede tolerar más que se tire comida, cuando hay gente que pasa hambre: eso es inequidad». Acababa de indicar que, «así como el mandamiento de no matar pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir no a una economía de la exclusión y de la inequidad. Esa economía mata». Son palabras duras, sí, pero profundamente verdaderas. Dice, un poco más adelante: «¡El dinero debe servir y no gobernar!», y por ello nos exhorta «a la solidaridad desinteresada y a una vuelta de la economía y las finanzas a una ética en favor del ser humano». De lo contrario, seguirán creciendo la exclusión y la inequidad, y con ellas, la tristeza, precisamente en quien excluye y quebranta la justicia.
Leemos al comienzo de la Exhortación: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien».
Acoger, en vez de excluir; compartir, en vez de acaparar: he ahí el secreto de la alegría y del entusiasmo que llenan el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús, Quien, precisamente, «se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza». Si somos en verdad imagen y semejanza de Dios, nada tiene de extraño que, de espaldas a Él, que se nos ha manifestado hecho hombre verdadero, lo humano se destruya. Se suele aceptar de muy buen grado la palabra solidaridad, pero se hace imposible su realización ignorando su origen divino.
«La solidaridad –afirma el Papa Benedicto XVI, en su encíclica Caritas in veritate– es en primer lugar que todos se sientan responsables de todos», algo imposible sin reconocerse hermanos, hijos de un mismo Padre. Y en Evangelii gaudium, el Papa Francisco recuerda, justamente hablando de la economía, que, «como la misma palabra indica, debería ser el arte de alcanzar una adecuada administración de la casa común, que es el mundo entero». Y bien a la vista está: «Todo acto económico de envergadura realizado en una parte del planeta repercute en el todo; por ello, ningún Gobierno puede actuar al margen de una responsabilidad común. Si realmente queremos alcanzar una sana economía mundial, hace falta en estos momentos de la Historia un modo más eficiente de interacción que, dejando a salvo la soberanía de las naciones, asegure el bienestar económico de todos los países y no sólo de unos pocos».
Resuena aquí, sin duda, lo que, ya en 1987, decía el Beato Papa Juan Pablo II, en su encíclica Sollicitudo rei socialis: «Cuando la interdependencia es reconocida así, su correspondiente respuesta, como actitud moral y social, y como virtud, es la solidaridad, que no es, pues, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas; al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos». Las mismas palabras que recoge su sucesor, en Caritas in veritate, después de fijar la atención, precisamente, en el problema al que dedicamos nuestro tema de portada: el terrible drama del hambre en el mundo: «Dar de comer a los hambrientos es un imperativo ético para la Iglesia universal, que responde a las enseñanzas de su Fundador, el Señor Jesús, sobre la solidaridad y el compartir». Y son enseñanzas indispensables para que el hombre sea verdaderamente hombre; por eso no puede dejar de añadir el Papa: «Además, en la era de la globalización, eliminar el hambre en el mundo se ha convertido también en una meta que se ha de lograr para salvaguardar la paz y la estabilidad del planeta».
Esta tarea requiere, antes que cualquier solución técnica, por importante que sea, esa indispensable enseñanza que Cristo nos da con su propia vida: la gratuidad, llevada hasta al extremo de poder decirnos, con toda verdad: Tuve hambre, y me disteis de comer. Benedicto XVI lo explica así: «En la época de la globalización, la actividad económica no puede prescindir de la gratuidad, que fomenta y extiende la solidaridad y la responsabilidad por la justicia y el bien común. Mientras antes se podía pensar que lo primero era alcanzar la justicia y que la gratuidad venía después como un complemento, hoy es necesario decir que sin la gratuidad no se alcanza ni siquiera la justicia».