Tras las huellas de san Pablo y san Bernabé
El camino que recorrieron estos dos testigos de la misericordia guarda aún algún secreto por descubrir. La agencia Turismo y Peregrinaciones inaugura una nueva ruta por Chipre y Atenas
«Estos hombres, enviados por el Espíritu Santo, bajaron a Seleucia, y de allí se embarcaron para Chipre». Así reza el Libro de los Hechos de los Apóstoles cuando comienza a rememorar las experiencias de estos dos discípulos el día que pusieron sus pies en la estratégica Chipre, hacia el año 47 d. C. «¿Saben que san Bernabé nació aquí, en Chipre? Y Pablo, su amigo, anunció sin miedo la palabra de Dios frente a todos los poderosos de la tierra… ¡Y vencieron!», reconoce entusiasmada Elina, una mujer chipriota que conversa con nosotros nada más aterrizar en Larnaca, la tercera ciudad más grande del país, por detrás de Nicosia y Limassol.
Para seguir las huellas de Pablo y Bernabé es necesario recorrer las calzadas que ellos dejaron a su paso. Para alcanzar el vestigio de su legado, antes, uno debe revestirse de la fe que acrisola el país. No resulta complicado, en una república con una superficie de 9.251 kilómetros cuadrados, tropezar con rastros de una religión que, aun caminando por un país partido –desde 1974, se encuentra dividido en zonas discordantes: una griega y otra turca–, profesa la fe de los valientes. Así, un 78 % de la población pertenece a la Iglesia ortodoxa Griega, un 18 % son musulmanes y un 4 % se aferra al fervor de otra creencia. Arraigados a este destino de muros por derribar y de oraciones por cumplir, emprendemos la marcha, de la mano de la agencia Turismo y Peregrinaciones, que ha puesto en marcha esta ruta.
El primer destino tiene su sede en Pafos. Allí reposan los restos de san Neófito, monje, ermitaño y escritor chipriota que vivió en el siglo XII, en la ladera de un monasterio que clama armonía en medio de la tormenta. Las escenas de la Última Cena, la Traición de Judas y el Descendimiento de la Cruz, hechas realidad en frescos del siglo XII al siglo XV, abren las puertas del sendero que, a pocos kilómetros de allí, nos espera. «Ahora veremos uno de los lugares que, por lo que entonces se vivió y ahora simboliza, se ha convertido en una pieza clave de Pafos», asevera Efi, la guía que nos acompaña durante nuestra estancia en Chipre. Detalle a detalle, va descubriendo cada uno de esos territorios que nos llevarán a frecuentar los mismos caminos que recorrieron san Pablo y san Bernabé, antes de emprender su primer viaje misionero por las naciones de Asia Menor.
Una tierra acrisolada por la fe
Llegamos al pilar de san Pablo. La tradición atestigua que, en esa columna, el apóstol fue atado y azotado antes de convertir a la nueva fe al gobernador romano Sergio Paulo. Caminamos por una pasarela elevada, entre columnas rotas y restos de capiteles, hasta encontrarnos con la iglesia de Panagia Chrysopolitissa, una morada de mosaicos admirables construida en el siglo XIII sobre las ruinas de la iglesia bizantina más grande de Chipre en el siglo VI. El reposo eucarístico, la visita de los mosaicos en el parque arqueológico y el paseo por el puerto pesquero ponen el punto y seguido a una jornada creyente a manos llenas.
Despedimos Larnaca, rumbo a Nicosia, la capital de la República de Chipre. Las murallas venecianas cercan la ciudad. La capital sigue dividida en dos por el norte tras la ocupación turca. Oriente y Occidente separados por un muro que se resiste a escribir para siempre la palabra misericordia. Nos espera el monasterio de San Juan Lampadistís, en Kalopanagiotis, constituido por dos iglesias y una capilla de distintas épocas. A pocos metros de allí, se esconde el río donde, según la tradición, Pablo y Bernabé bautizaron a Heraclidios –primer obispo de Tamasos–, cuyas ruinas permanecen a las afueras de la capital, y por donde los dos discípulos caminaron en aras de un Evangelio que hacía, de su cansancio, un modo misterioso de arropar la desnudez de los perdidos.
Seguimos con las iglesias de Asinou, de la Santa Cruz, de San Juan Evangelista, y el Museo Bizantino, con una soberbia colección de iconos que, con su belleza, escarchan el alma a cualquiera. Con todo preparado, partimos hacia Morphou, una ciudad que dormita en el noroeste de la isla. Allí yacen la iglesia y el sarcófago del santo Agios Mamas, y la abadía de Bellapais. El monasterio, erigido por los monjes agustinos en el siglo XIII, guarda esa hermosura especial que los sentidos son incapaces de descifrar. La mano delicada y sublime de un Jesús artesano, acompasada por la sombra de los discípulos que acompañamos, está impresa en cada una de las teselas que transitamos. «Es imposible ser testigo de esta belleza y no pensar que la mano de Dios está detrás de todo esto», deja caer Lucas, un sacerdote de Madrid que ya conoce, de principio a fin, el latido del verdadero amor.
El obispo de la sonrisa amable
En medio de la peregrinación, recibimos una noticia sorprendente: nos recibe Basileos, el obispo ortodoxo de Constanza. Tras recorrer su biografía, habla de los jóvenes de hoy, de sus años en un monasterio, de la religión en las escuelas del país, de la unidad de los cristianos y del reciente encuentro del Papa Francisco con Cirilo, patriarca de Moscú y toda Rusia. «Ese diálogo –confirmó–, aunque ya se había producido antes, supone un antes y un después para la Iglesia y, en especial, para nosotros, los cristianos». El camino que recorrieron los testigos de la misericordia aún guardaba algún secreto por descubrir… Así, alcanzamos el monasterio y la tumba de san Bernabé, en Famagusta. El mártir Bernabé, nacido en Salamina, se unió a Pablo nada más desembarcar este allí, procedente de Antioquía. A partir de ese momento, a favor del viento o a contracorriente del temblor de la marea, comenzaron a difundir la Palabra de Dios. Visitamos san Lázaro, su tumba, la promesa salvífica de Jesús… ¡cuánto esplendor encerrado en el misterio del creer!
Pablo y Bernabé atravesaron toda la isla, visitando casi todas las comunidades judías de Chipre, pero la obra del santo de Tarso cruzaría también el mar: era el momento de partir hacia Asia Menor. Nuestro próximo destino sería Atenas. Tras ser testigos del canal de Corinto, que une el mar Egeo con el Jónico, llegamos a Corinto. Allí, por la Pascua del año 55, Pablo envió su primera carta a los corintios de Éfeso. Timoteo fue el encargado de llevar la misiva, que pretendía contrarrestar la ofensa que un miembro de la comunidad judeocristiana había provocado. Después, Micenas, con la puerta de los Leones, las murallas, las tumbas reales y la tumba de Agamenón: historia custodiada en vasijas de barro, aunque pesen los muros, signo latente capaz de palpitar por una causa inmortal. Emocionados por el fragor de aquella leyenda, llegamos al Epidauro, teatro donde cantamos, a viva voz y con el Salmo 8, «qué admirable es tu nombre en toda la tierra», en aquella obra única del siglo IV a. C.
En la noche, nos despedimos de Atenas. Desfila la madrugada y despunta el alba. Instante para rezar con el legado de estos apóstoles y testigos de la misericordia que asentaron sus vidas en algún horizonte resucitado de Chipre y de Atenas: países con una historia inmarcesible, resurgida en testimonios renacidos con la inmortal semilla del amor.